Un cambio de imagen

    Por Gerardo Hernández González

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    Un alto porcentaje de los 30 millones de votos captados por Andrés Manuel López Obrador provino de mexicanos lastimados por la corrupción y el cinismo de la clase gobernante, en particular de los gobiernos del PRI y del PAN. El candidato de la coalición Juntos Haremos Historia catalizó el enfado social. Los ciudadanos creyeron en su promesa de enjuiciar a quienes utilizaron el poder para convertirse en nuevos ricos o multiplicar sus fortunas. Empero, si no existe castigo para quienes robaron impunemente y sin rubor las arcas nacionales y estatales, ¿qué diferenciará a AMLO de sus predecesores? Ernesto Zedillo, sin tanta alharaca, encarceló a Raúl Salinas de Gortari por enriquecimiento ilícito, lavado de dinero y el asesinato de su excuñado José Francisco Ruiz Massieu.

    Coahuila no es Badiraguato, Sinaloa, cuna del “Chapo” Guzmán –aquí existen otro tipo de cárteles–, a donde el Presidente viajó el mes pasado para demostrar que “nada debe” y “nada teme”. Coahuila, estado por el que AMLO siente aprecio por las luchas de Madero y de Carranza, es un árbol caído –por la deuda superior a los 36 mil millones de pesos acumulada en los dos últimos sexenios– del cual se hace leña y escarnio cuando, desde el poder, se perdona a los corruptos. La conducta no solo inflige mayor castigo a las legiones de víctimas de un gobierno inmoral –dividido en dos partes, ambas perversas–, también pone en tela de juicio la voluntad presidencial de procurar justicia.

    El estado donde se izó la bandera por el sufragio efectivo y en contra de la reelección, sufre las consecuencias de la perversión del voto y el secuestro del poder por el clan de los Moreira. Lo mismo puede suceder en el país si el inquilino de Palacio Nacional cae en la misma tentación. El riesgo existe, pues si el Presidente incumple hoy la promesa de encausar a los corruptos, ¿quién asegura que mañana no cambiará de parecer con respecto a la reelección? El apoyo a AMLO es abrumador, como lo fue en las urnas, pero La Popularidad, nos recuerda Víctor Hugo, “es la gloria en calderilla”. Salinas y otros déspotas (Fujimori, en el Perú) también empezaron con altos niveles de aprobación.

    López Obrador afronta problemas monumentales y día a día aumentan las presiones. Son las propias de un país históricamente engañado y mal gobernado –violencia, corrupción, déficit de Estado de derecho, pobreza y falta de crecimiento–; las de sectores afectados en sus intereses por el cambio de paradigmas; las naturales en todo cambio de régimen y las derivadas de sus propios errores. El escudo, la fortaleza de AMLO proviene de las urnas y de la confianza de una ciudadanía dispuesta a correr riesgos. El gobierno de los expertos (la tecnocracia) arruinó a México, pero el de los adictos y el de los improvisados puede provocar males aún mayores.

    Los sectores y líderes de opinión antiAMLO se muestran cada vez más impacientes y la preocupación de algunos, por los desatinos de la administración y la marcha del país, es sincera y está fundamentada; lo cual, a falta de contrapesos políticos, es necesario y plausible. Sin embargo, la indulgencia de muchos de ellos con Peña Nieto contribuyó a la crisis. Una corriente intenta convencer ahora de que “estábamos mejor –con la corrupción, la impunidad, la concentración de la riqueza y la simulación– cuando estábamos peor”. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos votó por un cambio radical. Las recetas del PRI y del PAN eran las mismas.

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