Sin luz en los cielos

    Por Gerardo Hernández González

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    La violencia de género es una plaga difícil de erradicar, máxime en México, donde la impunidad incentiva la inquina contra las mujeres. En el número 627 de Espacio 4, Renata Chapa presenta otra cara de ese infierno.

    “Pardeaba la tarde y abordamos descansar. Luego de horas de trabajo rudo, comimos tacos, refrescos y nos reímos del cansancio. De las ocurrencias. Del destino. Adentro del Centro de Readaptación Social de Torreón, Coahuila, éramos 10 compañeros. Internos, internas y yo.

    “Ningún integrante de la parte oficial del penal les preguntaba a ellos o a mí, nunca, qué podíamos necesitar para volver más ligera la causa. Y, la verdad, con el paso del tiempo entendí que eso fue lo mejor. Necesitábamos planear en confianza, “acá entre nos”, para construir identidad. Aquel salón –que, luego de meses, convertimos en aula de educación interactiva– era nuestro proyecto de crecimiento en común.

    “El altavoz anunció la hora de cerrar portones. Era mi señal de regresar a casa. Solo quedábamos ella y yo. Sentadas en el suelo de cemento, habíamos convertido la charla, sin querer, en una sobremesa con perspectiva de género.

    “‘Aquí son varias las que se echan la culpa de las méndigas sinvergüenzadas de los maridos o de los amantes; o las que se echan la culpa de delitos no cometidos con tal de encubrir a sus hijos o hasta a los nietos.

    “‘Un buen de internas están hasta la madre de enamoradas. Se apendejan regacho. No te imaginas lo que son capaces de hacer con tal de que el pinche viejo se les arrime y no las deje por otra de las viejas con las que anda el muy cabrón.

    “‘Ese al que adoran y al que le tienen más miedo que a nadie. Ya sabes, el clásico ‘Pégame, pero no me dejes’. Amor apache.

    “‘No quieren que sus parejas sufran o que sus niños se queden sin papá porque aparte, se supone que él es el que lleva dinero a la casa, pero míralas. Aquí adentro andan vendiendo lo que sea para mandarles centavos a los chavitos. O hasta para sacar para toallas sanitarias. Se aguantan lo que sea por la ilusión de la méndiga visita conyugal, si es que, bueno, claro, es que las vienen a ver.

    “‘O mira, también aquí hay internas muy jovencillas que conviven con otras ya más señoras, de más edad. A todas ellas las condenaron porque, también, se declararon culpables de robos, de la venta de droga y delitos más gruesos que sus angelitos cometieron.

    “‘Luego están otras internas más. Esas a las que sí, de plano, se las torcieron en plena movidota: unas son farderas en los súpers o las que se meten de sirvientas de casas millonetas; o las ‘muy, muy’ que se creyeron hechas a mano. Las más chingonas. Las que nadie en el mundo las merece, dizque porque están bien buenas.

    “‘Ellas se clavaron a andar en bandas junto con chavos que roban carros, joyas, celulares, computadoras, pantallas de plasma; o que saben esas ondas de clonar tarjetas; o las que son expertas para extorsionar por teléfono. Y las que se cargan rollos más, pero más subidos y andan en ondas del crimen organizado, de prestanombres, puteros y rollos de esos. Las ves y parecieran tan blancas palomas’.

    “Salí del penal ya casi sin luz en los cielos. En sentido literal y en el metafórico. Lo recién escuchado había sido parte de un capítulo que solo con la interlocución de aquella interna –hoy aún amiga– pude leer. Dimensioné lo aprendido y continué las visitas casi diarias al Cereso al lado de ella y de los demás reclusos. Nuestra labor conjunta funcionó y logramos el cometido propuesto”.

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