Presidencia imperial

    Por Gerardo Hernández González

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    El culto a la figura presidencial llegó al paroxismo en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, quien aspiraba a convertirse en el Calles del siglo 21 y acabó, como Plutarco, exiliado. Para mayor seguridad, puso mar de por medio y eligió Irlanda e Inglaterra, con esporádicas visitas a México. La residencia que recién obtuvo le permitirá ingresar y salir del Reino Unido, así como “refugiarse en el viejo continente ante cualquier contingencia legal, sobre todo ahora que el Gobierno de la cuarta transformación analiza realizar consultas y foros para que la población decida si el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador debe investigar a los expresidentes” (Contralínea, 20.06.19). Ese riesgo, sin embargo, lo conjuró por el momento el propio Presidente.

    Salinas, cuyo hermano Raúl ocupa el tercer lugar en la lista de Los Diez Mexicanos más Corruptos de 2013, de la revista Forbes –el puesto siete lo tiene Humberto Moreira–, fue protagonista del mayor fraude electoral de finales del siglo pasado. Su Gobierno también ha sido marcado por la historia como uno de los más corruptos, junto con el de Peña Nieto.
    Para legitimarse, el expresidente diseñó una agenda común con la Iglesia, los medios de comunicación –en particular con Televisa– y con los grandes empresarios. Su alianza con el PAN, negociada con Diego Fernández de Cevallos, le permitió contener y golpear sistemáticamente al PRD de Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo.

    Acción Nacional recibió a cambio algunas gubernaturas al margen de las urnas, entre ellas la de Guanajuato, donde el interinato de Carlos Medina Plascencia, de casi cuatro años, duró más que el de varios mandatarios del PRI electos para un periodo de seis. Salinas jamás le perdonó a la vieja clase política, representada por los gobernadores, no haberle reunido ni la mitad de los 20 millones de votos prometidos por Jorge de la Vega, presidente del PRI, para las elecciones del 6 de julio de 1988. No es que los caciques locales hubieran fallado, es que Salinas era un pésimo candidato.

    De haberse descontado los votos fraudulentos y el efecto por la “caída del sistema”, Salinas habría perdido la presidencia con Cárdenas, quien bajo el paraguas de la coalición Frente Democrático Nacional obtuvo 5.9 millones de votos. Manuel J. Clouthier, abanderado del PAN, captó 3.2 millones de papeletas. “El villano de Agualeguas” les cobró a los gobernadores del PRI su “deslealtad” y defenestró a más de una docena. Humilló al PRI y suplantó a los políticos tradicionales con neoliberales venales y “sin llenadera”, en términos de AMLO. Emilio Lozoya Thalmann, padre del exdirector de Pemex del mismo nombre y ahora prófugo por el caso Odebrecht y otros escándalos de corrupción, ocupó la dirección del ISSSTE en el sexenio salinista.

    En los informes de Salinas, el país se detenía. Los gobernadores, el Congreso, los empresarios, las iglesias, los medios de comunicación y las instituciones desfilaban frente al Presidente como soldados del PRI. El besamanos en Palacio Nacional, los desayunos con las Fuerzas Armadas en el Campo Marte y las comidas con los mandatarios locales en la Hacienda de Los Morales eran espectáculos grotescos e ignominioso. Largas filas se formaban para reverenciar y rendir culto a quien ostentaba en el pecho la banda tricolor, y en un salón contiguo, la familia real con el honradísimo Raúl Salinas en primera línea. López Obrador terminó con la presidencia imperial, resucitada por Peña Nieto.

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