La miel y cerveza en Egipto 2/2

    Jesús R. Cedillo

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    Le recuerdo las fichas de los libros los cuales aquí estamos comentando someramente: “Historia de la cocina faraónica. La alimentación en el antiguo Egipto”, de Pierre Tallet y “La vida cotidiana en el antiguo Egipto. El día a día del faraón y sus súbditos a orilla del Niño”, de la autoría de José Miguel Parra. Ambos libros editados en España. En ellos se cuenta de, que tres mil años (4 mil otras voces lo dicen. O más, la noche de los tiempos es eso, oscura y sin fecha certera) antes de Cristo, los egipcios ya conocían y bebían y comían la miel y libaban generosas jarras de cerveza. Los historiadores hablan de al menos, una veintena de variedades de la tonificante cerveza. Era su alimento. Formaba parte de su dieta. Poco tiene que ver esa primigenia cerveza con la actual que usted y yo disfrutamos acompañada de varias botanas en la taberna más cercana a nuestro andar cotidiano. Había una de ellas llamada “henequet”, la cual era sencilla y con poco contenido de alcohol, era la más común y la comían/bebían también los niños.

    Pero hoy, la cerveza que usted y yo bebemos, poco o nada tiene que ver con aquella cerveza inventada por los egipcios. Una rápida genealogía al respecto: el mismo Carlos V, emperador del Sacro Imperio Germánico, cuenta la historia, desayunaba reverencialmente un tarro de cerveza. Pero, la mala fama de la cerveza es ubicua. Un mexicano, Juan Rulfo, en su mítico “El llano en llamas”, emparienta la cerveza tibia con los meados de equino: “Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así de tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; agarra un sabor como a meados de burro…” Dice el personaje en voz de Rulfo. Le creemos.

    Desde una lujosa habitación del Ritz de París, y en sus últimos días sobre la tierra, Marcel Proust solicitaba refrescantes jarras de cerveza. La cerveza es tal vez la bebida más social. Compartir una bebida con alguien, siempre será signo y símbolo universal de hospitalidad y amistad. Si usted invita a un ser humano a comer, digamos una buena parrillada, no a todos les van a gustar las vísceras, la riñonada o las piernas y muslos del animal. En cambio compartir una cerveza al destaparla y servirla en dos sendos vasos para chocar en un amigable brindis, posibilita la fraternidad, la charla y unidad.

    El origen de la cerveza es tan antiguo como la misma humanidad. La cerveza se muestra en un pictograma de un sello encontrado en Tepe Gaura, en Mesopotamia, el cual data de alrededor de 4000 a C. aquí, dos figuras beben cerveza con cañitas de junco de un gran recipiente de barro o cerámica. Mesopotamia y Egipto son regiones hermanas que se disputan su paternidad. Un proverbio egipcio nos habla de sus bondades: “La boca de un hombre perfectamente satisfecho está llena de cerveza.” Y claro que usted lo sabe, en el célebre “Poema del Gilgamesh” que luego será retomado en la Biblia (se lo plagiaron, pues), se habla del proceso civilizatorio de la cerveza:

    Pusieron comida delante de él,

    Pusieron cerveza delante de él;

    Enkidu no sabía comer pan,

    Y beber cerveza no le habían enseñado nada…

    Enkidu tomó la comida hasta saciarse,

    Bebió la cerveza –¡siete jarras!– y se puso contento

    Y cantó de alegría…

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