Carlos Fuentes en clave gastronómica (casi final)

    Por Jesús R. Cedillo

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    Gracias por leerme. El texto pasado estuvo bien leído por usted. Gracias de nuevo. Carlos Fuentes ya unido a la eternidad, acepta todo tipo de lecturas en sus múltiples aristas. Es decir, si lo leemos en tono o clave política, sus textos rebosan de ello. Si lo abordamos en clave sociológica, claro que nos da y nos retrata todo una época en la cual se mueven sus personajes y sus escenarios (“La región más transparente”, sin ir más lejos), si lo abordamos desde el plano erótico, aparece de un solo golpe y filón su colección de novelas “Constancia y otras novelas para vírgenes” y también, algunos textos de “El naranjo.” En fin, platicamos aquí en el texto anterior que al mexicano Fuentes se le puede leer en varias claves de lectura porque su literatura es o aspira a ser total. Y en esta vastedad de tonos y de tramas no podemos dejar de lado su veta gastronómica.

    En el texto anterior repasamos muy someramente “Aura”, esa novela corta tal vez lo mejor que salió de su pluma. Texto perfecto y letal. Aquí vimos que el personaje, un imberbe escritor que llega a una casona antigua en la calle Donceles del Centro Histórico capitalino, es literalmente secuestrado (él mismo preso de la fantasía y el erotismo de una mujer joven y vieja a la vez) y es sometido a una dieta un tanto extraña: casi todo el tiempo come riñones hervidos. No hay variedad. Poca. Fuentes lo deletrea sí: “Quisieras intervenir en la conversación doméstica preguntando por el criado que recogió ayer tus cosas pero al que nunca has visto, el que nunca sirve la mesa: lo preguntarías si, de repente, no te sorprendiera que Aura, hasta ese momento, no hubiese abierto la boca y comiese con esa fatalidad mecánica, como si esperara un impulso ajeno a ella para tomar la cuchara, el cuchillo, partir los riñones –sientes en la boca, otra vez, esa dieta de riñones, por lo visto la preferida de la casa…”

    Pero en todos sus textos aparece la gastronomía, los alimentos, la comida como eje de comunión, símbolo y signo no reñido con la política, la sociología y el entramado de lo cual sus personajes abrevan para perfilarlos perfectamente. Es el caso de la novela “Las buenas conciencias” publicada en 1959 por primera vez. Aquí, usted lo sabe, Fuentes toma prestado el escenario del bajío mexicano, específicamente Guanajuato y perfila al menos a tres generaciones de una familia llegada de Europa en la mitad del siglo XIX a nuestro país. Teniendo este escenario (y a la familia Ceballos), se nos cuenta de los hábitos alimenticios de esta época y de este estrato social: “No todo fue tortas y pan pintado… (Doña Margarita) estrenando una novedosa tela de Escocia, por los mercados populares. Pepenaba ejotes, flor de calabaza y hierbas de olor, con su criada a la zaga.”

    Guanajuato, por siempre recatada y enlutada, donde se teme más a un santo que al gobierno y su ley, sirve de pretexto a Fuentes para regalarnos esta estampa aún hoy, viva: “Hay fe en la ciudad de noble piedra y cerco campirano. Han bajado los labriegos de las lomas curtidas. Han caminado desde San Miguel grupos de Concheros con pies de cascabel y muñecas sonajeras. Se han asomado los viejos a la reja del balcón y los niños corren entre la masa compacta de rebozos azules y sombreros de petate. Hay un puesto, de agua, de fruta, de flor, en cada esquina de Guanajuato. Desde el lejano churriguera de la Valenciana vuela la pólvora. La ciudad huele a esa chamusquina, pero también a guano, a adoquín mojado, a membrillo. Muchos  olores ascienden de la tierra, otros de los puestos…”

    Coda

    Vale la pena. Pues sí, regresaremos con una coda en próximo texto.

     

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