El arte de perder el tiempo

    Por Jesús R. Cedillo

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    ¿Evolución o involución? Vamos hacia atrás, así lo siento. Caminamos a pasos de gigante, pero hacia atrás. Como aquel “paso lunar” el cual popularizó el negro pintado de blanco, Michael Jackson. Ya no interesa a nadie “perder el tiempo” ni “hacer tiempo.” Ahora es lo inmediato, la rapidez de todo, incluyendo la comunicación en “tiempo real” en las redes sociales donde todo lo pudre Internet. Mis padres, mis abuelos, espetaban sabios, cuando salíamos a hacer un trámite a alguna oficina burocrática de la ciudad o pagar un servicio, “Mira hijo, vamos a esa cafetería a hacer un poco de tiempo. Para dejar que los empleados se acomoden…” Palabras sabias. “Hacer tiempo.” Hoy, los magos y farsantes del coaching y la superación personal donde todo se tasa en pesos y en horas de rendimiento empresarial, hablan de una engañifa: no hay tiempo. La sociedad no tiene tiempo y no podemos darnos el lujo de desperdiciar el tiempo. Sin duda, mentira podrida.

    ¿Escuchar el canto del pájaro mañanero, encimado en la rama del árbol de la calle, el cual trina acaso desconsolado por la deforestación infame y brutal, es perder el tiempo? ¿Aquella evocación memorable de Marcel Proust en “En busca del tiempo perdido” donde la vida fluye como sangre viva al tener el sabor de una magdalena en la boca, es perder el tiempo? ¿Dónde quedó el tiempo y la imaginación hoy? Fundidos, extraviados en la red de Internet lo cual todo lo ha podrido al marcar pautas y agenda. Hace poco fui siguiendo a un hombre en su trabajo, en su caminar diario, en su tráfago urbano. Seguí a un amolador de cuchillos y tijeras. Es decir, perdí mi tiempo. O fui hacer tiempo. O el tiempo me hizo a mí. En fin.

    Lo seguí por un simple y sencillo motivo: usa como forma de “comunicación” con sus clientes un canto de un pájaro… de plástico. Son esos pajarillos antiguos, hoy piezas de museo, los cuales tenían a manera de rama de árbol, una embocadura con la cual y al llenar de agua al pajarillo de plástico hueco por dentro, se podía hacer trinar al soplar desde la punta de la simulación de su  rama. Una flauta echa pájaro. Una flauta de plástico, aire y agua. ¿Ha escuchado usted este sonido? ¿Usted emparienta este sonido, esta música con algo en especial. Le trae recuerdos de infancia? Ya luego, el tipo grita y muy de vez en cuando: “¡El afiladooor!” Oficio al borde de la desaparición. Oficio y del cual, sólo conozco a un hombre el cual aún lo sigue practicando en esta ciudad. Su musiquilla de pájaro de plástico y su pregón ¿son perder el tiempo? Lo anterior me ha recordado al mismo Marcel Proust cuando en “La prisionera”, el protagonista, acostado en la cama de Albertine, oye por su ventana los pregones de los vendedores de todo tipo de mercaderías y de servicios los cuales con sus voces, dibujan la calle y la mañana. Erudito y con las células dispuestas a contagiarse de arte, Proust piensa de esos pregones callejeros (sus implicaciones e inflexiones melismáticas) y los emparenta con la liturgia medieval. ¡Ah!

    Habría necesidad entonces, de perder más el tiempo y hacer un acopio, una fonoteca de sonidos los cuales ya van a desparecer, como ciertos oficios ya sepultados por una falsa modernidad y avances high tech. ¿Lo anterior es perder el tiempo? Extraño al vendedor de alpiste de mi infancia; extraño al peluquero el cual casa por casa, iba esquilando a niños y adultos por igual; extraño al vendedor de elotes y su carromato con su gran cazo humeante; extraño un oficio ya extinto: el atusador de perros. ¿Hacer esta peregrina y aleatoria lista de oficios arrasados por la modernidad es perder el tiempo? ¿A alguien importa la desaparición de estos oficios y su pregón de voz extinto? Tal vez y sólo tal vez, deberíamos empezar a hacer listas detalladas y milimétricas de todo lo posible: oficios desaparecidos, lista de sonidos ya no escuchados en las calles, listas de árboles y vegetación casi en quiebre, perder el tiempo haciendo listas de cuántos sinónimos utiliza el gran Rebalais en describir el giro del tonel de Diógenes cuando éste se mete dentro de él para “atacar” a los solados de Filipo de Macedonia…

    Perdamos el tiempo en este mínimo apartado. El gran Rebelais en “Gargantúa y Pantagruel” utiliza más de sesenta verbos en decirnos y contarnos de los estragos causados por el tonel de Diógenes en picada, en contra de las huestes de Filipo. Utiliza: “destruye”, “rompe”, “quiebra”, cala”, “termina”, “quema”… y así hasta más de sesenta verbos. Otro grande, Octavio Paz en su “Mono gramático”, escribe lo siguiente: (los ojos del mono recorren la espesura del bosque, de la selva y lo siguiente es lo visto y sus características) “la palmera de Filipinas, cuyo fruto, el buyo, perfuma el aliento y enrojece la saliva; la palmera de Doum y la de Nibung, una oriunda del Sudán y la otra de Java, las dos airosas y de ademanes sueltos; la Kitul, de la que extraen el licor alcohólico llamado ‘toddy’; la Talipot: su tronco tiene cien pies de alto y cuatro de ancho, al cumplir los cuarenta años de edad lanza una florescencia cremosa de veinte pies…”

    Y así sigue su lista por más de cuatro páginas en nombrar (como Adán) y recitar las características de cada planta, cada hoja, cada árbol. ¿Es perder el tiempo? ¿Evolución o involución? ¿Vamos avanzando o vamos hacia atrás? Ya no hay palabras, sino “memes.” Ya no hay conversaciones, sino palabras sueltas en una pantalla de un “teléfono inteligente.” Ya no hay sexo real, sino sexo en imágenes. Capturas de pantalla y el regodeo de la pasividad. Los oficios van despareciendo y con ellos, nuestra memoria y nuestra historia misma. No hay tiempo para vivir, no hay tiempo para existir, no hay tiempo para perder.

    Coda

    Y paradójicamente, el tiempo pone a todo mundo en su lugar…

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