Los padres de la crisis

    Por Gerardo Hernández González

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    Humberto y Rubén Moreira son los principales responsables de la crisis financiera e institucional de Coahuila, la peor en la historia del estado. Su legado —deuda, masacres, desapariciones forzadas y envilecimiento político— es indeleble. También lo es el repudio social hacia una marca sinónima de corrupción, nepotismo e impunidad. Empero, no actuaron solos. Para hacerse con el poder, al cual, hasta antes de 2005, habían accedido figuras con experiencia en el servicio público, no exentas de fracasos y aspiraciones fallidas, tuvieron la complicidad —por acción u omisión— de una clase política desleal, oportunista y pusilánime, un empresariado mayoritariamente atento a sus intereses y sectores de la prensa acríticos y ávidos de negocios.

    La captura del exgobernador interino Jorge Torres López, el 5 de febrero, a petición del Departamento de Justicia de Estados Unidos, donde será enjuiciado por lavado de dinero y fraude bancario, puso a los Moreira de nuevo bajo los reflectores. Pues ni Torres, ni el exsecretario de Finanzas, Javier Villarreal Hernández, ni los funcionarios involucrados en la contratación ilegal de la megadeuda y el desvío de recursos a empresas fantasma, actuaron de motu proprio.

    Para recibir menores sentencias y otros beneficios, Villarreal y el empresario mediático Rolando González Treviño confesaron, frente a fiscales de Estados Unidos, haber seguido instrucciones de Humberto para lavar dinero del erario de Coahuila en bancos, inmuebles y radiodifusoras. Gran parte de la riqueza obtenida ilícitamente permanece oculta. Ranchos, fraccionamientos, plazas comerciales y otros negocios se encubren con prestanombres.

    Sin estatus social ni económico, y con un pasado oscuro, el clan necesitaba, primero, el padrinazgo de una figura política relevante. En la sucesión de 1999, Humberto utilizó el Instituto Nacional de Educación para Adultos (INEA) para captar clientelas políticas (repartió certificados de alfabetización cual confeti) en contra del proyecto del gobernador Rogelio Montemayor, quien, en respuesta, promovió su despido como delegado del INEA. Enrique Martínez lo acogió en sus filas y más tarde le encomendó la operación electoral de su campaña.

    Moreira inició su propia carrera por la gubernatura desde la Secretaría de Educación (1999-2003), y la continuó como alcalde de Saltillo (2003-2005), a ciencia y paciencia de Martínez, quien le toleró todo: manejo discrecional y sobreejercicios presupuestarios, abandono de responsabilidades y endeudamiento municipal. Incluso detuvo denuncias contra su colaborador por el supuesto desvío de recursos y por actos de campaña anticipados, los cuales lo inhabilitaban para ser candidato a gobernador, de acuerdo con el Código Electoral del Estado.

    La labia y la astucia de Humberto eran proverbiales. Cuando Martínez aspiró a la candidatura presidencial, sin la menor posibilidad de obtenerla, Moreira atizó la hoguera de sus vanidades. Eliminado de la competencia nacional, el gobernador quiso retomar los hilos de la sucesión en el estado, pero el clan (Humberto, Rubén, Carlos y Álvaro) le había tomada la medida y conocía sus debilidades. Estaba derrotado. El buen gobierno de Martínez —con obra, infraestructura y deuda mínima, aunque poco democrático— palidece frente a los desmanes de un docenio infame del cual es corresponsable por su permisividad. Años antes de morir, el presidente De la Madrid reconoció haberse equivocado con Salinas de Gortari, a quien tachó de corrupto junto con su hermano Raúl. ¿Algún día hará lo mismo Enrique Martínez con respecto a Humberto y Rubén?

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