Corrupción y populismo

    Por Gerardo Hernández González

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    La corrupción es un fenómeno mundial. Hablemos primero del continente: Canadá y Estados Unidos la tienen; en Uruguay, Chile, Guyana y Costa Rica — los seis países de América con las mayores calificaciones en el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2018 de Transparencia Internacional— también la padecen.
    A escala global, Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Singapur y Suecia, los mejor puntuados, igual lidian con ella. En México, la hidra ha desgastado las instituciones públicas y privadas y provocado el empobrecimiento de legiones.
    La aplicación del Estado de derecho determina la salud política y social de un Estado, así como su viabilidad y progreso. No es casual, entonces, que durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, México haya descendido 33 lugares en el IPC (del 105 al 138) y perdido seis puntos (ahora tiene 28), uno más con respecto a Guatemala, pero muy lejos de Uruguay (70) y Chile (67).
    La corrupción favorece a las elites: presidentes, gobernadores, legisladores, a los oligarcas y a sus secuaces. Ello explica la reacción de Montescos y Capuletos frente a la decisión del presidente de «barrer la es calera de arriba para abajo».
    En Coahuila, empezó con la detención de Jorge Torres López. La tesis de Delia Ferreira, presidenta de Transparencia Internacional, en el sentido de que «La corrupción es mucho más probable que florezca cuando las bases democráticas son débiles y, como hemos visto en muchos países, donde los políticos no democráticos y populistas pueden usarla en su
    beneficio», es irrefutable. En Venezuela, los presidentes Hugo Chávez y Nicolás Maduro utilizaron las urnas como coartada y hundieron al país en una crisis de la cual, una vez terminada la pesadilla, tardará mucho tiempo en superar.
    Por su formación social, compromiso con los pobres, honradez y austeridad, López Obrador quizá pretenda equipararse al expresidente de Uruguay, José Mujica, cuyo pasado guerrillero, 15 años de prisión y una carrera política congruente y exitosa le convirtieron en una de las figuras más relevantes y apreciadas del planeta. Sin embargo, el país sudamericano tiene una
    democracia consolidada, mientras los cimientos de la nuestra, luego de tres alternancias frustradas, no han terminado de fraguar. Además, la deriva populista, en cualquier país del mundo, siempre representará un riesgo para la estabilidad y el futuro.
    Hasta hoy, México no ha dado muestras claras e inobjetables de querer combatir la corrupción de raíz y sin excepción. Nuestro vecino del sur nos supera por mucho. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), creada en 2006 con la participación de Naciones Unidas y el gobierno de ese país, para apoyar al Ministerio Público, destituyó y envió a prisión al presidente Otto Pérez, a la vicepresidenta Roxana Baldetti y a otros
    altos funcionarios por delitos de corrupción. Aun así, Guatemala está seis lugares por debajo de México en el IPC.
    Un Estado incapaz de castigar la corrupción y a los principales traficantes de droga, y deja esa responsabilidad a un tercero —en nuestro caso, Estados Unidos— está condenado al fracaso. El presidente López Obrador recibió un país ubicado entre los más corruptos y frágiles del mundo. La tarea de enderezarlo no es sencilla, y menos lo será si incumple su promesa de sanear el servicio público, recuperar —al menos— una parte de los caudales robados
    y poner entre rejas a quienes se enriquecieron a costa del país y de la mayoría.
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