Presidencia devaluada

    Por Gerardo Hernández González

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    “Presidente que devalúa, se devalúa”, pontificaba Carlos Salinas de Gortari. Bajo esa fórmula, contuvo la crisis financiera incubada en su gobierno para que le estallara a Ernesto Zedillo, a quien culpó del “error de diciembre” de 1994. Algo así como “Después de mí, el diluvio”, frase atribuida al monarca francés Luis XV. No contaba con que su sucesor no sólo sortearía exitosamente la tempestad, sino que sería uno de los mejores presidentes en la historia de México; y él, Salinas, el villano de todos los tiempos. El único capaz de competirle es Peña Nieto.

    El presidencialismo más exacerbado se vivió con Salinas y con él caducó. El día de días, el día del presidente, el 1 de septiembre de cada año, quedó reducido a cenizas. Los informes pasaron del paroxismo al vituperio. Hasta Salinas, la fiesta presidencial, previa a las celebraciones patrias, duraba varios días. Después de los preparativos seguía la comparecencia en el Congreso, el besamanos en Palacio Nacional, desayunos y comidas con las fuerzas armadas, los gobernadores, el servicio exterior…

    El ritual, de por sí grotesco, devino en tragicomedia: el presidente convertido en fabulador y anunciador de sus propias obras, sin hacer caso a la sentencia según la cual “alabanza en boca propia es vituperio”. El sexenio está por terminar y jamás se supo quién asesoró al presidente. La voz e imagen de Peña Nieto utilizadas para promover su último informe es un recordatorio, una provocación a millones de mexicanos agraviados por un gobierno que faltó a sus deberes básicos de brindar seguridad, paz y justicia.

    En el gobierno de Peña Nieto, la depreciación del peso rondará el 45 por ciento (con Fox fue del 16.8 y con Calderón del 17.5), lo cual no es poca cosa. Sin embargo, la devaluación de la figura presidencial es muy superior. El Cachorro de Atlacomulco tiene una aprobación del 21 por ciento, después de haber empezado con el 53. En el último año de su gestión, Zedillo registró el 62 por ciento, Fox el 63 y Calderón el 52 (Consulta Mitofsky). La campaña “Ya chole con tus quejas” y la exhortación presidencial a los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos a superar la tragedia, atizaron el encono social contra un gobierno displicente e insensible.

    Sgún Peña Nieto, ningún presidente amanece con la idea de causar daño a su país, y está en lo cierto, pero hay decisiones, yerros y omisiones cuyo efecto negativo dura varias generaciones. Peña puede no ser un hombre malintencionado, pero tampoco estuvo a la altura de la circunstancias. Le faltó visión, liderazgo, talla de estadista; su gabinete ha sido uno de los más

    incompetentes y soberbios. Su techo era el Estado de México. La silla del águila lo empequeñeció. Será uno de los expresidentes más solitarios y repudiados, debido a errores propios, de su equipo y de la pandilla de gobernadores priistas. Pocos sexenios fueron tan tediosos y se hicieron tan largos como el actual y quizá de ninguno se esperó su final con tanta anticipación.

    El presidente que “salvaría” a México (Time, 2014) no pudo salvarse a sí mismo. Tampoco comprendió que su principal problema era “no entender que no entendía” (The Economist, 2015): el efecto de la corrupción e impunidad de su gobierno en el ánimo de la población. La alarmas se encendieron a tiempo, pero fueron ignoradas. El precio se pagó en las urnas con más de 42 millones de votos: los 30 de AMLO y los 12 de Anaya.

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