AMLO y la corrupción

    Por Gerardo Hernández González

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    Uno de los principales fallos de Vicente Fox consistió en no haber atacado la corrupción como lo prometió cuando era candidato presidencial. El desvío de mil millones de pesos de Pemex (Pemexgate) a la campaña de Francisco Labastida se sancionó con una multa al PRI equivalente al monto del peculado, pero no hubo justicia. Ninguno de los peces gordos en la trama fue puesto entre rejas. El PAN comprendió que la bandera contra el flagelo era demasiado pesada y exigía, además de fuerza y voluntad para mantenerla enhiesta, congruencia para cumplir el compromiso de castigar a los venales. Sumarse a ellos resultaba más lucrativo y menos fatigoso, y puso manos a la obra.

    El tema desapareció del discurso de Acción Nacional de la noche a la mañana y empezaron a surgir los moches, el tráfico de influencias, los negocios al amparo del poder, el nepotismo, las estelas de luz. Si los gobiernos de Fox y Calderón resultaron menos corruptos, quizá fue por falta de tiempo, de imaginación o porque todavía tenían algunas contenciones morales. Tolerar y participar de la corrupción favoreció su crecimiento y expansión a escala federal, donde existen más mecanismos para detectarla. Sin embargo, de poco y de nada sirve que la Auditoría Superior de la Federación denuncie desvíos multimillonarios en cada ejercicio si carece de facultades para castigarlos.

    El problema es aún más grave en los estados, pues la mayoría de los congresos, tribunales de justicia, comisiones de derechos humanos, organismos electorales, institutos de acceso a la información y sistemas anticorrupción son satélites de los gobernadores. Un caso paradigmático es el de Coahuila, donde Humberto y Rubén Moreira cometieron todo tipo de excesos, desde contraer deuda sin autorización, hasta plasmar en la constitución sus filias y fobias y tender redes de protección para no ser investigados, con la complicidad de cuatro legislaturas.

    Contrario a lo ocurrido en las elecciones federales del 1 de julio pasado, en las cuales el partido de Andrés Manuel López Obrador también obtuvo el control de la Cámara de Diputados y del Senado, la mayoría de los estados tendrá gobiernos divididos —como ahora es el de Coahuila— al ganar Morena 19 congresos locales. Frente a ese escenario inédito, gobernadores del PRI y del PAN entraron en pánico y movieron sus peones en las legislaturas para reestructurar deudas, imponer fiscales anticorrupción afines, magistrados dóciles e incluso para cambiar la constitución y restar facultades a las nuevas mayorías, como sucedió en Sonora, donde quien ejerce el poder es Manlio Fabio Beltrones. Claudia Pavlovich, a quien el exlíder del PRI preparaba para la presidencia, solo sirve de fachada.

    Si López Obrador incumple su palabra de atacar de raíz la corrupción, de aplicar la ley a los venales, de hacer justicia a los pobres —primeras víctimas del sistemático e indiscriminado saqueo de recursos públicos a escala federal y local—, de limpiar el servicio público y de acabar con la guerra perdida contra las drogas, será él quien falle y convierta en frustración la esperanza de los 30 millones de mexicanos que votaron por él con fe ciega. Entonces estaría, junto con Fox, Calderón y Peña Nieto, en las antípodas de Benito Juárez, Francisco I. Madero y Lázaro Cárdenas. Perdonar a los corruptos no es amor y paz, sino simple traición.

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