“Olerte, adorarte…”

    Por Jesús R. Cedillo

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    Intangibles. En un mundo el cual privilegia de los sentidos la vista (la imagen)  y el tacto (lo material), sobre por ejemplo, el olfato, éste último y su carácter etéreo, volátil, efímero y por este atributo mismo, pasa orondo y supremo de lo intangible a lo eterno. Lo sólido se desvanece en el aire. Y el aire, el viento lleva perfumes, miasma, de la torre de la Catedral al Hotel de paso; de la plaza del Centro donde las colegialas intercambian besos y saliva con mozuelos urgidos de lascivia, a la oficina burocrática donde atareadas, con el uniforme oficial, secretarias y asistentes mojan sus calzones y bragas con humores y sudores cuando el Jefe de turno las cita en su despacho, les dicta una carta anodina y trivial y las recorre con su mira espermática. Todo, mientras ellas, inquietas y dóciles, se cruzan por décima vez de piernas, enseñan el muslo rotundo, el nacimiento de los calzones ya mojados y ese perfume, esa fragancia tan suya, tan personal, de hembra; ese aroma sexual se palpa entonces en el ambiente, se huele y agita nuestro corazón…

    No es la mirada clavada en los tacones de aguja y las nalgas redondas, erguidas, las cuales pueden soportar un templo de Eros completo, la que pasará a la eternidad, no; la mirada es atávica, pero los aromas, los olores son perpetuos y un leve soplo, un olor a café, a almizcle y vainilla, a sándalo y jazmín, nos recuerda el cuello perfecto, los hombros desnudos y el sexo, el sexo abierto en flor, babeante, vivo, de la mujer añorada, un amor enloquecido y dejado como girón de vida en un cuarto de Hotel barato…

    De la belleza nada queda con el paso del imbatible tiempo, pero un aroma, un olor es tan fuerte que antes de morir, un bálsamo, una fragancia pescada en el ambiente, nos hace recordar no un día, sino una etapa completa de nuestra existencia. Somos lo que olemos. Nada está más penetrado a nuestra vida que un olor, un aroma. Si hablamos de las hembras, de las féminas, todo está consumado.  En un poema memorable, como todo lo que escribió el ibérico Vicente Alexandre, éste trata de asir un intangible. Lo logra:

    “Así amada mía,/ Cuando desnuda te rozo,/ Cuando muy lento, despacísimo, regaladamente/  te toco./ En la maravillosa noche de nuestro amor./ Con luz, para mirarte./ Con bella luz porque es para ti./ Para engolfarme en mi dicha.

    Para olerte, adorarte…”

    En la búsqueda del placer perenne, nada más sencillo y difícil a la vez que los humores. Las sudoraciones, la humedad desatada como tempestad cuando se posee a la mujer, a la ninfa y ésta estalla en un río húmedo, en una venida arrogante, lechosa y sí, olorosa a sexo el cual jamás puede ser reproducido en fragancia alguna. Entonces y sólo entonces es cuando sabemos que de verdad poseemos a la mujer amada, cuando ésta se viene con sus labios y vulva palpitante y el olor a sexo es penetrante e invade toda la habitación. Los sentidos se alteran, el ojo pierde su capacidad de reconocimiento y los olores embriagan al mismo tiempo que aturden, enamoran y embelesan.

    Olerte, adorarte… los escritores lo saben desde siempre. Ese viejo unido a la eternidad, el mago de Aracataca, Colombia, Gabriel García Márquez, lo ha deletreado una y otra vez. En “Memoria de mis putas tristes”, un veterano redactor de noventa años recuerda sus años mozos al tiempo que abrasa una pasión de voyager al contemplar a núbiles niñas de pechos en flor mientras están duermen, sólo duermen. A los doce años el infante trasgrede los límites dispuestos por su padre y accede a un mundo celestial: “Las mujeres que malvendían sus cuerpos hasta el amanecer se movían por la casa desde las once de la mañana, cuando ya la canícula del vitral era insoportable, y tenían que hacer su vida doméstica caminando en pelotas por toda la casa mientras comentaban a gritos sus aventuras de noche. Me quedé aterrorizado. Lo único que se me ocurrió fue escapar por donde había llegado, cuando un de las desnudas de carnes macizas olorosas a jabón de monte me abrazó por la espalda…”

    Venus, diosa del amor y erotismo. Monte de Venus. Por esto y no otra cosa se llaman enfermedades venéreas. Y por esto esos jabones de Hotel de paso se llaman sí, “Rosa Venus”; ese perfumillo de camastro, de Motel abonado por horas para robarle tiempo a la oficina y abonarlo al ábaco del erotismo y la infidelidad. No la mancha de carmín en la camisa, no el dinero faltante en las cuentas semanales el cual se destinó al pago del Motel y cerveza, no; lo que alerta a una mujer de nuestra traición es cuando uno llega al hogar oliendo a ese jabón el cual no puede quitar del todo el aroma a sexo de nuestros dedos y nuestra lengua… Intangibles. El aroma, los olores, los humores al ser efímeros, paradójicamente se afianzan en la eternidad… Volveremos al tema.

     

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