Cambio por eliminación

    Por Gerardo Hernández González

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    Estas líneas las escribo dos días antes de las elecciones. El ambiente nacional está impregnado de esperanza, zozobra y hartazgo contra el gobierno. En ese contexto, el cambio en la presidencia habrá sido por eliminación. Si no lo hubo con el PAN en los gobiernos de Fox y Calderón, y con el PRI de Peña regresamos a la presidencia imperial, las únicas opciones eran Morena y Andrés Manuel López Obrador. Un viraje hacia Ricardo Anaya, de la coalición Por México al Frente, era improbable por su desventaja de más de 20 puntos en las encuestas. El remonte dependía del voto útil, de la capacidad de persuasión para atraer a los indecisos, del activismo ciudadano para despertar de su letargo a los abstencionistas y de la efectividad de la campaña en redes sociales para presentar a AMLO como un auténtico peligro y disuadir a un sector de sus votantes potenciales. Las marcas “PRI” y “Peña Nieto” en el pecho y en la espalda de José Antonio Meade, fueron perdices en temporada de caza.

    La competencia anticipaba una alta participación en las urnas, mayor incluso al 70%. En la primera alternancia votó casi el 64% de la lista nominal; en la elección de Calderón bajó al 58% y en la de Peña subió al 63%. La votación más copiosa se registró en 1994. El levantamiento zapatista (enero) y el asesinato de Luis Donaldo Colosio (marzo), en lugar de inhibir la concurrencia a las urnas, la elevó al 77%. Un mensaje inequívoco de la ciudadanía contra cualquier tipo de violencia. Con una preferencia tan marcada por AMLO y la percepción generalizada sobre su victoria, dentro y fuera del país, la tentación del fraude era suicida, mas no descartable.

    México despertará hoy después de una larga noche y, lo más seguro, con un candidato presidencial ganador. No el preferido de todos, pero sí el elegido por la mayoría. Así funciona la democracia. Si es AMLO, como todo lo apuntaba con suficiente antelación, el festejo se habrá extendido hasta el amanecer y durará varios días. En tal caso, será el triunfo de legiones —de todos los estratos— convencidas de que el cambio es asequible y de la capacidad de su líder para llevarlas a cabo. También de millones que prefirieron correr el riesgo de una elección equivocada, en vez de volver a tropezar con la misma piedra y reprocharse toda la vida su falta de valor y convicción de “hacer historia”.

    El país necesita un cambio efectivo, no accesorio, de mera cosmética o lampedusiano como resultó el de Fox, Calderón y Peña. “Hace falta que algo cambie para que todo siga igual”, escribió Giuseppe Tomasi di Lampedusa. “¿Y ahora qué sucederá?”, inquiría. “¡Bah! Tentativas pespunteadas con tiroteos inocuos y, después, todo seguirá igual pese a que todo habrá cambiado (…) una de estas batallas que se libran para que todo siga como está” (El gatopardo).

    AMLO puede ser el presidente más votado en nuestra aún incipiente democracia, pero también al que más deba exigirse. Los resultados necesitan corresponderse con el tamaño de la expectativa. La corrupción no se puede combatir, y mucho menos extirpar, si antes no se castiga a los políticos, de todos los partidos, que utilizaron el poder para enriquecerse impunemente. El resultado de las elecciones debe ser aceptado, a condición de no ser fraudulento, e iniciar enseguida la reconciliación nacional. AMLO tuvo poderosos aliados para ganar. En primer lugar, el gobierno de Peña Nieto; y después el PRI —incapaz de cambiar— y el PAN por haber traicionado sus principios y la confianza ciudadana.

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