Vidas al límite 1/2

    Por Jesús R. Cedillo

    0
    822

    El recorrido era largo. Como siempre. No obstante la comodidad con lo cual ahora se viaja en los autobuses foráneos de pasajeros, los recorridos siempre serán largos y morosos. Amén, de cuando hay imponderables en el camino. Ya entonces aquello se convierte en un viacrucis. Esta ocasión no lo fue. Simplemente el camino se anda, yo lo disfruto. Ahora lo disfruté un poco más. Tomé mi acostumbrado autobús en Saltillo en servicio directo. Es decir, sólo hace una parada a media noche para cenar y bastimentarnos con alimentos calientes, tanto chofer como pasajeros, en algún comedor de la carretera y en medio de la nada. Insisto, hoy se viaja cómodo a diferencia de apenas lustros, donde era una especie de tormento medieval.

    Viajo vestido con ropa deportiva. Eso llamado “pants” (una especie de calzones largos: pierdo elegancia ya lo sé, pero gano comodidad), una camiseta de mis Pittsburgh Steelers y su chamarra respectiva. Tenis para completar el outfit. Por lo general me apoltrono en mi respectivo asiento y sí, disfruto el viaje. Eso de ir preocupado por si el conductor choca y nos parte la madre a los pasajeros, no se me da. Siempre he confiado en su pericia al conducir. Aunque duermo poco, jamás me preocupa un percance letal. Si algo pasa, pues va a pasar. Con mi preocupación o sin ella. Hace días y por puro antojo (según yo lo merecía), me fui a pasar un fin de semana a Guadalajara, Jalisco. Fue por antojo. Así como por antojo se me ocurre cada fin de semana ir a París o a la Habana, el único problema es creo usted ya lo adivinó, no tengo el peso suficiente para llegar a la capital del mundo o bien, a la ínsula Barataria, en la cual tal vez y sólo tal vez, el divino Sancho Panza de don Miguel de Cervantes, se hubiese sentido a gusto de gobernarla.

    Empaqué mi saco negro de domingo, mis camisas para mancuernillas y mis zapatos hechos a mano (déjeme presumir, estimado lector. Algún día tuve dinero sobrante y sí, me mandé hacer a la medida un par de zapatos tipo bostonianos) y me fui a Guadalajara, ciudad la cual se puede lo mismo andar con parsimonia, o bien, rentar algún taxi y pedir al conductor nos lleve por sus principales avenidas arboladas. Me fui a Guadalajara, si señor. Pero antes de llegar, es decir, cuando iba ensimismado en mi asiento de autobús, se me ocurrió pulsar la pantalla individual plana la cual estaba frente de mí. Fue por ocio. Lo hice por ocio. Apareció todo un menú de opciones: música, red de Internet, facebook, juegos, hartas películas disponibles. Pero, vi un apartado con tres opciones a saber: documentales. Uno de ellos, de producción francesa y belga. Se llamaba “Chaplin.” Ese sutil y bello nombre: eterno y macizo como roca.

    Le puse “play” y caray, ha sido mi reencuentro con ese genio inglés (Charlie Chaplin, 1889-1977) del cual y en su momento, vi la mayor parte de sus cortos y películas. De la risa al llanto, de la carcajada a la angustia sostenida en el filo del abismo. El documental duró 45 o 50 minutos; por mí, hubiese durado todo el trayecto. O bien, el sistema de video disponible, hubiese tenido la opción de ver la filmografía del gran Charlot, ese vagabundo vestido con ínfulas y aires de dandy, aristócrata venido a menos, el cual es uno de los mayores iconos del siglo XX y Chaplin, un cometa con brillo propia, brillo deslumbrante, de esos los cuales sólo se dan uno por centuria.

    Comentarios de Facebook