Había una vez un presidente legítimo

    Por Arturo Rodríguez García

    0
    763

    Había una vez un destacado personaje de la vida política mexicana que decidió que su prestigio moral era suficiente merecimiento para encarnar las demandas más sentidas del pueblo, de modo que decidió lanzarse a una singular campaña para obtener la Presidencia de la República, con el manifiesto objetivo de acabar con la corrupción que se había adueñado del gobierno y regresar a la patria el honor y la grandeza perdidos en manos de una mafia de “logreros”.

    El carisma y buena fama de nuestro prócer parecieron suplir la falta de dineros, de estructura partidista y de alianzas estratégicas, y el pueblo llano, pero también las clases medias, incluidos algunos empresarios de renombre, asumieron como suya la causa de esa cruzada electoral. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más pequeños y recónditos y las rancherías, recibieron al personaje en medio de ovaciones y juramentos de lealtad.

    La mafia de logreros no se quedó con los brazos cruzados y emprendió de inmediato una campaña de miedo, inundando de acusaciones contra nuestro héroe la prensa a lo largo y ancho del país, señalándolo como un sátrapa traidor a la patria, como un peligro inminente y como un loco de atar que llevaría a México al despeñadero.

    Estudiantes, luchadores sociales, campesinos, amas de casa y personas honestas de toda condición, desoyeron estas reconvenciones de Papá Gobierno y se lanzaron a las plazas, las calles, los caminos y los foros públicos, a defender con sus voces, sus manos y sus cuerpos, la candidatura providencial que de una vez por todas habría de traerles la redención. Pagaron cara su osadía. Fueron perseguidos, hostigados en sus personas y bienes, y muchos pagaron con sus vidas el atrevimiento de pensar que la democracia es más que una palabra, más que un formulismo jurídico.

    dde9a070171a4a8de77416240a447943Llegó el día de las elecciones y pasó lo que tenía que pasar. El aparato corporativo del Estado sacó a marchar a sus tropas uniformadas y civiles, dilapidó millones de pesos, mientras sembraba de bayonetas y terror las posiciones del candidato que se atrevió a ser oposición. Robos de urnas, ratón loco, urnas embarazadas, intimidación directa, mano dura, represión y muerte, fueron el sello de la jornada electoral que terminó con el tempranero anuncio de que, como era de esperarse, el candidato del partido oficial había triunfado.

    Nuestro héroe anunció por todo lo alto que fue víctima de un fraude electoral y aseguró que resistiría con todas sus fuerzas para que el triunfo le fuera reconocido. Llamó a sus seguidores a iniciar una larga y penosa lucha por hacer valer la negada derrota del sistema, y la gente, leal a ese llamado, se preparó para una batalla a toda ultranza. Más vidas estaban dispuestas a inmolarse codo a codo al lado de este nuevo “apóstol de la democracia”, quien ante esta abrumadora respuesta popular decidió autoimponerse el título de “presidente legítimo”, en tanto conseguía la ansiada meta de tomar el poder por la vía institucional.

    El pueblo, enardecido, tocó a su puerta para emplazarlo a salir en hombros de la gente sencilla a derrotar al Goliat del fraude. La hora de la verdad había llegado, pero no fue la verdad que las masas heroicas tenían en mente. Nuestro prócer en lugar de crecerse ante el apoyo popular y empuñar la espada de la justicia, sintió de pronto que esa plebe harapienta no lo merecía y que era mejor un retiro táctico. “Este país me debe la paz social que ahora tiene”, se repetía mentalmente y con eso se consolaba. Sentía recobrar la grandeza moral que una vez tuvo.

    “¿Qué hay de la sangre de nuestros caídos?”, le reclamaban desde la calle sus fieles seguidores. José Vasconcelos decidió en aquel 1929 cerrar sus oídos y corazón a ese reclamo y se fue por su propio pie a un exilio de conferencista y ratón de biblioteca del que no regresaría hasta pasados sus intentos de pactar con Plutarco Elías Calles, en Los Ángeles, para dar un golpe que derrocaría a Lázaro Cárdenas para sustituirlo por un verdadero patriota, claro está, el propio Vasconcelos. Una vez más no tuvo éxito.

    El parecido de este episodio de la política mexicana con cualquier otro, es mera comprobación de que quien no conoce la historia está condenado a repetirla.

    www.notassinpauta.com

    Comentarios de Facebook