Borrachera de poder

    Por Gerardo Hernández González

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    Los pecados del gobernador Miguel Riquelme (MR) —ciertos o supuestos— se ventilaron en la campaña: sus propiedades y cómo las adquirió, el alumbrado público de Torreón, las presuntas irregularidades en la Tesorería y en el Simas cuando fue alcalde, su dependencia de los Moreira, pero aun así ganó. Entre otras razones, porque el principal candidato opositor, Guillermo Anaya, tampoco pudo explicar su éxito económico en la política ni aprovechó las circunstancias para obtener un triunfo contundente. Otro elemento que impidió la alternancia fue la participación de Armando Guadiana (Morena) y Javier Guerrero (independiente) cuyos 105 mil votos, de haberse sumado al PAN, tendrían hoy a Anaya en el Palacio Rosa.

    Riquelme posee hoy más información contra Rubén Moreira, origen de muchos de sus males y acaso también de no pocos de sus bienes, que éste de aquél. El exalcalde de Torreón no endeudó al estado ni encubrió el pasivo; tampoco usó la tesorería de la Universidad Autónoma de Coahuila como caja chica ni empobreció a los trabajadores de la educación con una reforma inicua al sistema de pensiones. La deuda es herencia de Humberto Moreira, mas no su único responsable. El desvío por 410 millones de pesos hacia empresas fantasma, las irregularidades por más de tres mil millones de pesos descubiertas por las auditorías Superior del Estado y de la Federación y el quebranto del fondo de Pensiones ocurrieron en el sexenio de Rubén.

    El gobernador MR cometerá sus propios aciertos y errores. Una buena decisión es la de renegociar la megadeuda —tema al que se han dedicado tiempo y recursos ingentes en los siete últimos años— para obtener ahorros de hasta 800 millones de pesos anuales, según el secretario de Finanzas, Blas Flores, sin extender el plazo de pago hasta 2048, lo que hubiera condenado a otra generación de coahuilenses al yugo de los bancos. Sin embargo, aún falta aclarar el destino de la deuda y castigar la contratación de créditos irregulares.

    MR ha dedicado los primeros meses de su gobierno a reconciliar al estado y a tender puentes con liderazgos políticos y sociales agraviados en los dos últimos sexenios. Era la oportunidad de realizar un movimiento para distinguirse de sus predecesores: intentar un acercamiento público con sus antiguos rivales Guillermo Anaya, Armando Guadiana y Javier Guerrero. Al margen del resultado, el gesto hubiera reflejado madurez y oficio, tan escasos hoy en la arena política, donde impera la frivolidad y la pantomima. Hoy, en el fragor de las campañas para el Senado, en las que Anaya y Guadiana vuelven a ser candidatos, un encuentro así es impensable.

    Riquelme tiene la oportunidad de trascender, como en otras circunstancias lo hizo

    Braulio Fernández Aguirre, el anterior gobernador lagunero arraigado en esa zona. La otra opción es la medianía. Salir de su círculo y abrirse a la sociedad e incluso a las oposiciones no sería una muestra de debilidad, sino, al contrario, de fortaleza. Rubén Moreira, cuya borrachera de poder no ha terminado, gobernó con las vísceras.

    MR mantiene contacto con otros exmandatarios, los cuales, durante sus respectivas gestiones, no permitieron la injerencia de ninguno de sus antecesores. El poder no se comparte, y quien pretenda interferir deberá atenerse a las consecuencias. Sin embargo, en algunos sectores del estado e incluso dentro de la propia administración y del PRI existe confusión sobre quién está al mando, y si los Moreira —en particular Rubén— algún día serán llamados a cuentas. El tiempo y Riquelme tienen la respuesta.

     

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