11-11

    0
    1566

    La primavera se acercaba y los cerezos (Sakura en japonés) florecían majestuosos en el Palacio Imperial de Tokio, el mismo sitio desde donde el emperador Hirohito dio el discurso de rendición durante la Segunda Guerra Mundial.

    La mañana del 11 de marzo del año 2011, yo estaba en Japón por razones de trabajo. Acompañado de un grupo de empresarios de Torreón, viajamos a Hamamatsu, ciudad ubicada en la prefectura de Shizuoka, a medio camino entre Tokio y Osaka. Nos reunimos con una empresa del sector automotriz con interés de invertir en México y al terminar, nos trasladábamos de regreso a la capital nipona a bordo del “Shinkansen”, el tren bala orgullo de la tecnología japonesa y capaz de alcanzar los 300 km/hr.

    Se trataba de tren que al igual que la determinación japonesa jamas se detenía; lo hizo. Revisé mi reloj y eran las 14:46 horas, me asomé por la ventana y observé que estábamos justo encima de un enorme puente y al fondo, el vacío. De pronto y sin avisar, una sacudida violenta provocó que el “Shinkansen” se estremeciera con la fragilidad de un árbol bajo la tormenta.

    El movimiento duro casi dos minutos que me parecieron dos milenios. Pensé que el tren se desplomaría al precipicio.

    Quedamos varados por horas y sin mayor información de lo sucedido. Cuando el servicio finalmente se restableció, regresamos con paso lento hasta la estación central de Tokio que en esos momentos, era una capital llena de caos, confusión y en tinieblas.

    Era cerca de la medianoche y llegamos al hotel que había sido habilitado por las autoridades como improvisado refugio. Ahí fue que nos enteramos de la dimensión real de los hechos. Japón había sufrido un devastador terremoto de 9.0 grados en la escala de Richter, el de mayor magnitud en su historia. El temblor se desató un mortal tsunami con olas de 10 metros que arrasaron todo a su paso.

    Para agravar la situación, la central eléctrica en Fukushima dejó de funcionar en lo que fue, el accidente nuclear más grave de la historia después del Chernóbil. Ya en el hotel, lo primero que hice fue intentar contactar a mi familia, pero las comunicaciones era pésimas. Al final pude hacerlo y avise que lo peor había pasado. De nuevo me equivoque: Jamás pensamos en las replicas del terremoto.  Más de 100 durante toda la noche, algunas estremecieron la ciudad y a cada una de ellas, le seguía una más fuerte y destructiva.

    Pero hubo una, la peor, la más violenta, un temblor que hizo crujir las estructuras del hotel de 30 pisos. Lo que siguió fue indescriptible: el horror, los pasillos llenos de polvo, sirenas de emergencia aullando y una oscuridad que nos devoraba.

    Solo ante el desastre, sentí miedo. La posibilidad real de perder la vida se hizo latente y vinieron a mi mente los recuerdos de mis hijos Sofía Amaranta, Rodrigo y Regina. Pensé en Sandra mi esposa, hermosa y solidaria. Recordé a mi madre y a mi hermano. Asumí que no volvería a verlos y lamente no tener una ultima oportunidad de abrazarlos. Pasaron las horas y como siempre, el sol nació en Japón. Al amanecer, se hizo el milagro de la arquitectura japonesa pues el hotel había soportado de todo. Tomé mi maleta y salí corriendo con el deseo de Ulises en “La Odisea”: Regresar a casa.

    Pero ahí empezó otra “Odisea” pues todos los vuelos para abandonar la isla estaban cancelados. La noche siguiente del temblor, le pedí a un buen amigo lagunero que trabajaba en la Embajada de México, me permitiera quedarme en esos días en su casa. Él vivía en un departamento de un piso y mi única súplica fue dormir en el piso: No quería saber nada de alturas.

    Pasaron días hasta que pude regresar a México; pero en el camino de vuelta, supe que algo en mí había cambiado para siempre.

    Caí en la cuenta que el aliento era mi única propiedad. Que el mañana no existe y que solo contamos con la gente que nos ama y a la que amamos. Que las segundas oportunidades existen y yo no pensaba desperdiciar la mía. Al paso del tiempo, me alejé del tipo de vida que hoy desprecio, y aunque mi familia y yo hemos pagado un precio muy alto, bien ha valido la pena: Somos libres.

    Hoy, al pasar los años, pienso que cuando pasé el temblor, se hizó presente en mi como nunca, aquella frase de Kafka pues tengo “La fortuna de comprender que el suelo sobre el que permaneces no puede ser más grande que los dos pies que lo cubren”.

    @marcosduranf

    Comentarios de Facebook