Mi esposa Chilo y yo viajamos la semana pasada a Torreón, de donde somos
originarios, para ser vacunados contra la COVID-19. La primera dosis del
antivírico de Pfizer la recibimos en el módulo instalado en el Coliseo
Centenario, lo mismo que miles de personas, de acuerdo con los rangos de
edad establecidos por las autoridades sanitarias. Narro nuestra experiencia:
• El 30 de marzo, antes de las siete de la mañana, ya estábamos en la fila de
coches cuyo serpenteo cubría varios kilómetros. En las calles adyacentes al
centro de vacunación se alternaban vehículos de toda clase y modelo: desde
el más lujoso hasta el más modesto. Unos ocupados por dos pasajeros y otros
por cuatro o más. Algunas personas llegaron a las cinco y las más precavidas
pasaron la noche allí para ser las primeras. Que el auto de mi esposa lo
manejara nuestro compadre Eduardo Alarcón, quien amablemente ofreció
acompañarnos, pues la recomendación a los vacunados, en caso de alguna
reacción, era no estar al volante, me permitió caminar varias por la calle
Antonio Duéñes Orozco, de la Ciudad Industrial, uno de cuyos promotores
fue su hijo Jorge Duéñes Zurita.
• Salvo los bocinazos de algunos vehículos, por parte de camioneros y gente
que acudía a su trabajo y temía llegar tarde, y de quienes intentaron saltarse
la fila, todo transcurrió en orden. Jóvenes llegaban con alimento para sus
padres o abuelos. Para los mayores de 70 años se abrió una entrada especial.
Todo el mundo sabía que no era un día de campo e iba mentalizado para
pasar varias horas en su auto o fuera de él. Pero valía la pena: las vacunas
salvarán miles de vidas, en especial de las personas de edad mayor. Revestida
con la paciencia de Job, la gente pudo impacientarse, pero se contuvo y en
todo momento guardó el orden. El calor y la incomodidad eran lo de menos.
• Cinco horas nos llevó ingresar al estacionamiento del Coliseo, pero una vez
en el módulo no tardamos ni dos minutos en ser inyectados. El personal,
atento y de buen ánimo, conoce su labor y la cumple colmadamente. Su
recompensa es ayudar a evitar dolor, muerte y sufrimiento. Un «alto
funcionario», médico para más señas, llega, se hace la foto y enseguida se
retira. Una vez vacunados, «José Luis», quien supervisa varios centros,
pregunta sobre alguna reacción —no la tuvimos— y enseguida nos extiende
una botella de agua. «Lo que más se recibe aquí son bendiciones. La espera
es larga, pero se paga con creces», dice.
Nuestra hija Ana cuenta que este martes una amiga suya y su hermano —de
Saltillo— viajaron a Torreón para vacunar a su madre en el módulo del
Coliseo.
Llegaron a las ocho de la mañana hechos a la idea de que pasarían
varias horas dentro del auto. Antes de las nueve ya estaban de regreso, pues
a la señora, por razón de edad, le dieron acceso por la fila rápida. El plan de
vacunación funciona. No con la organización y celeridad deseadas debido,
entre otras cosas, a la insuficiencia de vacunas y de personal.
Indudablemente también existen fallas. La vacunación a pie debe ser más
complicada y somete a las personas al rigor del clima y a otros
inconvenientes.
Sin embargo, hay progresos. Desvalorizar el esfuerzo de
legiones de trabajadores de salud, de las fuerzas armadas y de la Guardia
Nacional, así como el estoicismo ciudadano, es mezquindad. Inmunizar a
millones en el país, sin la infraestructura adecuada, exige entrega y sacrificio,
pero el virus de la política contamina incluso las causas más nobles.
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