El asalto al Palacio

Por Gerardo Hernández González

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Solos jamás lo habrían conseguido. Uno, profesor anodino; otro, burócrata gris con ínfulas de intelectual, y ambos conocedores, por experiencia propia, de la condición humana, Humberto y Rubén Moreira aprovecharon las pulsiones de tirios y troyanos para trepar a la gubernatura y causarle daños irreparables al estado. La incuria y el fracaso de Enrique Martínez para orientar la sucesión de 2005, en beneficio de Coahuila y no de una pandilla, preparó el camino para el primer traspaso de poder entre hermanos. En Puebla intentó lo mismo el tándem Moreno-Alonso con resultados funestos. Los Moreira han pagado también con sangre e ignominia. La justicia ha tardado en hacer su parte, pero la hará… así sea allende el Bravo.

En el docenio se confirmó el aforismo del político español Juan Barranco, según el cual «El poder sólo corrompe a los corruptos, hace golfos a los que son golfos e inmorales a los que ya lo eran antes». El moreirato no se habría implantado sin altas cotas de insania, vileza y desvergüenza. La capacidad corruptora y represiva del gobierno se empleó para comprar votos y conciencias e imponer silencios. No solo en los sectores vulnerables, sino también entre líderes de opinión convertidos en funcionarios; dueños de medios de comunicación devenidos en contratistas, en el mejor de los casos, o en blanqueadores de dinero, en el peor; y empresarios inescrupulosos.

Humberto Moreira era una especie de semidiós y el gobernador mejor calificado del país, muy por encima de Peña Nieto. El dinero se repartía a discreción: 120 millones de pesos al Grupo Modelo, uno de los más acaudalados del país, para el estadio del club Santos; carretadas para la remodelación del estadio Francisco I. Madero y la compra de campeonatos para los Saraperos de Saltillo;donativos no declarados a la dictadura castrista. En La Laguna entregó subsidios y el manejo de la cultura a caciques —algunos de ellos repudiados en las urnas— que todavía hoy marginan a los creadores locales, despojan de espacios a grupos auténticamente comprometidos con la sociedad, amenazan, intrigan, piden las cabezas de promotores independientes… y se las conceden.

El rostro amable, simpático, «bueno», lo interpretó Humberto. La deuda le arrancó la máscara. Coahuila paga muy caro el disimulo de sus clases dirigentes. Las voces discordantes, entre ellas la del obispo Raúl Vera López, fueron reprimidas. El PAN no estuvo a la altura de sus fundadores para exigir justicia por el robo. El empresario Armando Guadiana aprovechó la coyuntura para afrontar al moreirato y convertirse, sin proponérselo, en la principal figura opositora, en el coahuilense más cercano al presidente López Obrador y en el aspirante al gobierno con mayor exposición mediática. Si «El poder», según Nietzsche, «es el afrodisiaco más fuerte», el docenio fue una orgía en la cual se cometieron cualquier tipo de excesos.

El castigo, hasta hoy, no lo han pagado los responsables de la quiebra económica y moral del estado —muchos de los cuales dejaron de ser «políticos pobres» para ser aceptados en el club de Atlacomulco de Peña Nieto, su protector—, sino miles y acaso millones de coahuilenses víctimas, durante 12 años, del populismo y el terror, sin acceso a la justicia, a servicios públicos de calidad (especialmente de salud) y sin posibilidades de un futuro mejor. El gobierno de la gente fue una impostura.

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