Erotismo en Montaigne

    Por Jesús R. Cedillo

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    Habitamos un mundo dislocado. Fuera de foco, de posición. Este mundo es extraño. Domina la imagen, no el fondo. Dominan los “memes” como forma de “comunicación”, no las palabras. En un mundo donde el futbolista Leonel Messi es comparado con Chaplin, como una fuente de inspiración; donde años más atrás Diego Armando Maradona apelaba a la mano del Dios para meter goles –luego cobraba una suma millonaria por repetirlo–, tal parece el afirmar y arriesgar si digo de Michel de Montaigne es el mismísimo Dios empuñando una pluma de ganso para escribir sus portentosos ensayos, a nadie escandalizará.

    El Señor de la Montaña, como le dice el chileno Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931) apenas a los 25 años de vida, ya se consideraba “viejo, cansado, en cierto modo acabado.” A los 55 años inició una relación misteriosa con una joven, Marie de Gournay, a quien no dudó en tenerla como “hija en adopción”, sin embargo seguía casado y con cierto o mucho pudor, mantenía con hilos apenas tejidos, las costuras de su matrimonio aunque un cierto escarceo erótico se desata entre el maestro, escritor de los célebres “ensayos” y la núbil admiradora la cual no ceja en su deseo de conocerle hasta lograrlo y al parecer, conocerle muy de cerca.

    Lo anterior y no otra tema es (la reconstrucción ficticia de esta pasión otoñal) la escritura la cual anima la novela “La muerte de Montaigne” del narrador, ensayista y diplomático chileno Jorge Edwards. La novela está publicada por editorial Tusquets en su colección “Andanzas” y aborda a mata caballo, entre la ficción, la estampa, la autobiografía, la biografía, el ensayo y el folletón, la vida de Michel de Montaigne (1533-1592), sus últimos años de vida y su relación cuasi amorosa con una ninfa admiradora, la ya citada Marie de Gournay.

    Recluido en su Castillo, “entre pocos, pero doctos libros” para decirlo con el poeta, Michel de Montaigne –un visionario, un observador, un entomólogo literario del siglo XVI–, según lo retrata Edwards, “poseía tierras, caballos y otros animales, viñedos, además de un castillo y una familia bien establecida y relacionada.” Ungido miembro en su juventud de una orden nobiliaria, fue parte del Parlamento de Burdeos, fue Alcalde de la ciudad en dos periodos; pero es recordado y está inserto en la historia de la humanidad por la redacción de sus célebres piezas literarias llamadas “Ensayos.” Obras de una perfección completa, textos escritos en francés, salpicados de “citas latinas y de expresiones francesas coloquiales, populares, que se escuchaban con frecuencia entre los campesinos de la región.”

    Y lo anterior me ha recordado al viejo ciego y cínico de Jorge Luis Borges, quien alguna vez espetó lo siguiente de su natal Argentina: primero se había pasado –cito de memoria– de la enseñanza escolar del latín y griego al inglés, para luego, dijo, pasar a la ignorancia. En México, agrego de mi cosecha, ni latín ni griego, sólo inglés desde la primaria, es decir y llanamente, el lenguaje del imperio; necesario para traficar mercaderías. Nada más.

    La novela “La muerte de Montaigne”, se deja leer con placer. La he terminado ha regañadientes por segunda ocasiòn. Maestro de la narración amodorrada, Edwards establece un juego literario donde lo mismo explora la relación entre el esteta y su enamorada ninfa, a la par de su propia relación siempre tormentosa, con su país natal, Chile; su relación con Montaigne (confiesa que lo conoció a través de la generación de escritores del 98 español, en específico a través de la prosa de Azorín), con el mundo todo y claro, explora esa nunca superada condición de enamoramiento por una musa de semejante poder de seducción, la cual llega a trastocar los sentidos.

    Michel de Montaigne se casó a los treinta y tantos años de edad con una joven bien portada de la región, Françoise de La Chassaigne. La dote, dice Edwards, fue más que conveniente. Tuvo muchas hijas, las cuales como nacieron, iban muriendo. Murieron infantas, salvo una, Leonor. A cuatro años de su muerte, en el otoño de su vida, el maestro de la montaña conoció el furor de una admiradora “exaltada, entusiasta”, de apenas 22 años. Una ninfa a la cual tomó como “hija en adopción.” Montaigne no pocas veces disertó en sus memorables ensayos sobre una bifurcación irreconciliable: el matrimonio y el erotismo andan por lo general en caminos o cuerdas separadas. Le creemos. Claro que le creemos.

    Jorge Edwards conoce como la palma de su mano la vida y costumbres de la Europa del siglo XVI. Retrata entonces fielmente a un Michel de Montaigne enfermo de gota, con severos cálculos renales, artrítico, pero, aún con vida y enjundia, lo suficiente para estar “enamorado” de una ninfa de pechos pequeños pero bien formados, la cual escribiría elogios y panegíricos de ese erudito y refinado Señor de la Montaña.

    Y Edwards recrea memoriosamente uno de los ensayos dedicados al amor y erotismo, “Sobre unos versos de Virgilio”, donde Montaigne estira las letras y se solaza con las citas y libros, pasajes y autores donde la vida bulle y el amor carnal siempre triunfará sobre el orden y la mesura. Dice y dice bien Montaigne: “Quien quite a las Musas las imaginaciones amorosas les quitará su tema más bello…”

    Coda

    Montaigne es contemporáneo de otro Miguel, sí, Cervantes y sobre éstos está edificado nuestro patrimonio literario contemporáneo.

     

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