Jugar con fuego

    Por Gerardo Hernández González

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    Andrés Manuel López Obrador llegó con votos a la Presidencia y solo con votos, su partido, Morena, podrá perderla. Las mismas reglas de la democracia que posibilitaron el ascenso del líder de izquierda al poder, deben prevalecer, y aun reforzarse, para evitar suspicacias reeleccionistas. AMLO es un presidente poderoso, mas no infalible y menos lo será mientras permanezca anclado en el pasado. Hasta ahora nadie discute su honestidad ni sus buenos deseos de moralizar la política y cambiar la vida de millones, presas de la violencia y la pobreza. Lo discutible son los métodos para lograr la transformación de México en un país seguro, justo y próspero sin sacrificar libertades ni imponer una nueva hegemonía partidista.

    La fuerza del Presidente dimana de una paciente y tenaz lucha por el poder, de su conocimiento del país, de su cercanía con las clases populares y del resentimiento ciudadano contra el sistema, expresado en 30 millones de votos. El Gobierno se ensañó con el fundador de Morena y lo convirtió no solo en víctima –como a la mayoría de los mexicanos a quienes abandonó a su suerte–, sino en el político más popular y confia-ble, según lo reflejan todavía las encuestas. El apoyo a AMLO refleja el repudio hacia los líderes del PRI, el PAN y sus respectivos gobiernos.

    Meses antes de la elección presidencial de 2018, una encuesta del Centro de Investigaciones Pew arrojó los siguientes resultados: el 93% de los mexicanos dijo estar insatisfecho con la democracia y el 98% desconfiar del gobierno. Los niveles fueron los más bajos del mundo. El pobre desempeño de la democracia –en países como el nuestro– genera simpatía por personas con tendencias autoritarias, advierte el estudio. Mas no necesariamente en democracias incipientes, disfuncionales o corrompidas surgen ese tipo de líderes. Los populistas de derecha e izquierda basan su éxito en la retórica contra el statu quo y una vez en el

    poder generan agitación e incertidumbre. Los ejemplos de Estados Unidos, México y Brasil son los más próximos.

    AMLO no debe usar la legitimidad democrática para implantar una agenda excluyente ni rescatar del baúl de los recuerdos la presidencia imperial, pues fueron justamente los excesos de los gobiernos comprendidos entre 1988 y 2018 los que provocaron el odio hacia el neoliberalismo, el

    desencanto por la alternancia, la ruina de los partidos tradicionales, la debilidad del Estado y el golpe de timón dado en las urnas. El temor de que las cosas empeoren en el gobierno de Morena y de que los contrapesos institucionales –de por sí frágiles– desaparezcan, es fundado. No es en el pasado donde se encontrarán las fórmulas para salir del atolladero y avanzar hacia el futuro con paso seguro, sino en el presente y con la mirada puesta en el futuro.

    México conoce los efectos del populismo nacionalista y del neoliberalismo a ultranza: pobreza, corrupción e incompetencia. Los gobiernos socialistas de Felipe González (España) y Tony Blair (Reino Unido) e incluso el de Luiz Inácio Lula (Brasil) fueron exitosos porque entendieron que el mundo había cambiado y la historia seguía su curso. Nuestro país forma parte de esa realidad, pero AMLO sigue aferrado al retrovisor. La falta de partidos fuertes y de líderes con autoridad moral obliga a los medios de comunicación y a la sociedad civil a arrancarle al Presidente las orejeras ideológicas para evitarle al país futuras crisis.

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