Ruedas de molino

    Por Gerardo Hernández González

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    Guatemala, Perú y Brasil defenestraron a sus presidentes por delitos de corrupción, maquillar cuentas públicas y otorgar contratos sin autorización del Senado. Ninguno se desestabilizó, como arguye el presidente López Obrador que sucedería en nuestro país si se enjuicia a los políticos corruptos. Hasta hoy, ningún presidente mexicano ha sido procesado, por más rapaces y violatorias de los derechos humanos que hayan sido sus gestiones. El manto de la impunidad alcanza para todos.

    En el Perú, el escándalo Odebrecht forzó la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski (23.03.18). Un año antes, los expresidentes Alejandro Toledo, Ollanta Humala y sus respectivas esposas, Elaine Kapr y Nadine Heredia, habían sido sentenciados a 18 meses de prisión preventiva por sus vínculos con la constructora brasileña. Keiko Fujimori, hija del dictador Alberto Fujimori, recibió una condena de tres años por lavar dinero de la misma empresa.

    En México, los involucrados en la red de sobornos de Odebrecht han sido protegidos por la PGR, y tal parece que sucederá lo mismo en el nuevo gobierno. Ejecutivos de la firma declararon ante autoridades judiciales haber entregado 10 millones de dólares al director de Pemex, Emilio Lozoya Austin, entre 2012 y 2016 a cambio de contratos. La petroquímica Braskem, filial de Odebrecht, canalizó fondos a la campaña presidencial de Peña Nieto. Lozoya era coordinador de Vinculación Internacional.

    Peña se reunió con Marcelo Odebrecht, presidente de la multinacional, en 2010, cuando era gobernador de Estado de México; y en noviembre de 2011, antes de asumir la presidencia. Odebrecht fue acusado de actos de corrupción contra Petrobras, dentro de la investigación Lava Jato. El 8 de marzo de 2016, recibió una sentencia de 19 años por pagar más de 30 millones de dólares en sobornos a funcionarios de la petrolera brasileña (el equivalente a Pemex). El empresario se acogió al acuerdo de «delación premiada» y salió de prisión en diciembre pasado.

    En Brasil, Dilma Rousseff fue destituida a la mitad de su segundo mandato por supuestas trampas en las cuentas fiscales y por emitir decretos económicos sin autorización del Congreso. La presidenta «confiaba en parar el proceso en algunas de sus múltiples etapas, pero no contaba con que todo iba a actuar en su contra: los medios, los mercados, la calle, la prensa» (El País, 01-09-16). Luiz Inácio Lula da Silva, mentor y predecesor de Rousseff, purga una condena de nueve años y medio por corrupción pasiva y lavado de dinero (caso Lava Jato).

    El 1 de septiembre de 2018, el Congreso de Guatemala desaforó al presidente Otto Pérez por su participación en el caso La Línea, una red de contrabando aduanero. Pérez, la expresidenta Roxana Baldetti y decenas de exfuncionarios se hallan presos por los delitos de cohecho pasivo, asociación ilícita y defraudación. La presión social había forzado al gobierno a firmar un acuerdo con Naciones Unidas para integrar la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, cuyo principal resultado ha sido la destitución y encarcelamiento de Pérez.

    En Argentina, el ex vicepresidente Amado Boudou recibió una condena de cinco años 10 meses, en agosto pasado, por delitos de corrupción en el rescate de una imprenta en quiebra. En abril de 2017, la expresidenta Cristina Kirchner y sus hijos Máximo y Florencia fueron imputados por «asociación ilícita, lavado de dinero y negociaciones incompatibles». Ninguno de estos países entró en crisis por combatir la corrupción en los más altos niveles, pero México podría desestabilizarse si lo hace, según AMLO. El país dejó de comulgar con ruedas de molino.

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