Lo oculto de la política

    Por Gerardo Hernández González

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    Manlio Fabio Gómez Uranga (80), fallecido en plena noche del Grito de Independencia, perteneció a la generación de políticos que respetaban el oficio tanto como a sí mismos. Si algún lagunero con arraigo y reconocimiento pudo ser gobernador, después de Braulio Fernández Aguirre, fue él. Había sido primer regidor, diputado local, alcalde de Torreón, diputado federal y senador suplente; y recorrido el escalafón partidista: líder de la CNOP y de los comités municipal y estatal del PRI. Además tenía el apoyo de José de las Fuentes, mandatario de turno, pero la decisión de Los Pinos (Miguel de la Madrid), donde entonces se decidían las sucesiones en los estados, recayó en Eliseo Mendoza Berrueto, también lagunero, pero radicado en Ciudad de México. Gómez fungió como procurador de Justicia en el último año de la administración mendocista.

    Gómez Uranga pudo haber sido senador en 1982, pero De la Madrid, a la sazón candidato presidencial, se decantó por una figura histórica sin mácula: Raúl Castellano Jiménez, quien, como secretario particular del presidente Lázaro Cárdenas, participó en la elaboración del proyecto de ley de expropiación y nacionalización petrolera junto con Francisco Mújica, Efraín Buenrostro (Economía) e Ignacio García Téllez (Gobernación). Nacido en Múzquiz, desarrolló su carrera en Michoacán y otras entidades. Fue asesor jurídico de los presidentes Ruiz Cortines y López Mateos. Salinas de Gortari lo nombró embajador en Cuba.

    Al Senado y al Congreso llegan hoy farsantes y aprendices políticos, sin trayectoria ni reputación, cuyo demérito es el servilismo, reforzado en algunos casos por un prontuario criminal. Política y moralmente, la candidatura de Castellanos, postulado a los 80 años de edad, era invulnerable pese a su desarraigo. Gómez Uranga tomó la decisión de su partido con filosofía —aceptó humildemente la suplencia— e incluso con humor. “Algunos amigos me decían: ‘no te preocupes, don Raúl es una persona mayor, no aguantará’. Pero qué va, duró los seis años y cuatro más (murió a los 90)”, bromeaba.

    Manlio fue el tándem de Braulio Manuel Fernández Aguirre, a quien sucedió en la presidencia de Torreón cuando al cargo —como en Saltillo y la mayoría de los municipios— no accedía cualquiera. Era preciso tener formación, vocación, resistencia, paciencia franciscana, fama, relaciones —no necesariamente fortuna— y contensiones morales. Gómez Uranga mantuvo el mismo estilo de vida y vivió hasta morir en la misma casa —clase media— de la colonia Nueva Los Ángeles.

    Jamás renegó ni perdió contacto con su partido, pero lamentó su descomposición y decadencia por la entronización de intereses grupales y la suplantación de principios por la doctrina Atlacomulco del enriquecimiento acelerado e inmoral sin importar el costo para el país. La proclama según la cual “un político pobre es un pobre político”, abrazada por presidentes, gobernadores, alcaldes, diputados, senadores y primeras damas como la veracruzana Karime Macías, es una exhortación al robo. Otras, menos pretenciosas, se conforman con mangonear a sus maridos y asignar contratos a sus parientes.

    Gómez Uranga no fue un hombre perfecto. ¿Quién está libre de pecado para tirar la primera piedra? Sin embargo, acreditó la política como instrumento de servicio y justicia social. “Escribe bien o mal de mí, pero dí algo”, me dijo en nuestro último saludo, siempre jovial, siempre amigo. Lo hago ahora. Tarde, es cierto. Desde aquí lo abrazo a él, a su esposa Yolanda y a sus hijos.

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