Un minotauro en su laberinto de papel: Huberto Batis (1934-2018)

Para Andrés de Luna y la hipotética Generación HB (Huberto Batis)

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Colaboración especial del Maestro Armando Oviedo para Digital News

 Para Andrés de Luna y la hipotética Generación HB (Huberto Batis)

A principios de agosto de este año, el escritor Andrés de Luna me invitó a su clase que imparte en la SOGEM para platicar con sus alumnos sobre mis inicios de escritor publicado. Mis andanzas no siguen una ruta fijada por una carrera formal de letras o periodismo sino que se hicieron a saltos de mata y por el gusto y dedicación que pusieron mis profesores de primaria (Carmelita Carrillo y Daniel Andraca), de secundaria (Profe Tovar) y de la universidad (Hortensia Moreno y Salvador Mendiola), así como amigos (el Club de la Masmédula) en la ENEP Aragón o compañeros de ruta, sencillos gustadores de la lectura primero y la escritura después.

Pero no hay duda sin deuda. Fueron Andrés de Luna y Huberto Batis quienes serían mis guías tutelares en mis inicios literarios más formales. Andrés es de los pocos escritores mexicanos que no se deja deslumbrar con las luces del egoísmo. Es modesto, ateto y buen profesor, además de escritor con varios registros como es la crítica, el ensayo histórico, literario, plástico y cinematográfico pero, de manera púdica esconde sus virtudes narrativas en el ámbito erótico. De él no he dejado de aprender desde que lo conocí en el Taller de Cuento del Museo del Chopo.

La enseñanza de Batis fue la de un profesor sin aula. Severo en sus observaciones que me publicaba, me enseñaba, no me calificaba pero sí me pagaba. Fui un alumno extra muros privilegiado. Mi mínima ruta literaria estará subrayada por la presencia de Andrés de Luna y Huberto Batis, sin ninguna duda, y en ese orden de aparición.

Desde luego ellos no tienen la culpa de mis volubles vaivenes culturales.

La charla de principios de agosto de este 2018 donde se reunieron Andrés y Batis no fue una coincidencia sino una cita postergada que nos debíamos desde el siglo pasado. Vaya esa coincidencia como un mínimo homenaje de los muchos que se merece el Maestro Batis, y estas palabras en su honor para quien moriría apenas el pasado 23 de agosto.

Andrés de Luna perteneció a una de las tres etapas gloriosas del suplemento literario “Sábado” del ahora inefable (si es que existe) unomásuno.Lahistoria amplia del periodo Batistiano de “Sábado” la viene rescatando la escritora Catalina Miranda y Batis nos dio un adelanto en su libro Por sus comas los conoceréis.

A finales de los años ochenta del siglo pasado, me iniciaba –siempre estaba comenzando—con mis “pininos” literarios en varios talleres y rodando de acá para allá, haciendo textos sin decoro y sin medida hasta que, por iniciativa de mi amigo el ahora cineasta Oscar González, ingresamos a un taller “que nos apriete las turcas y nos diga de qué van nuestros textos o nos saque de la jugada”, como dijo enfáticamente Oscar. Así fue como llegamos al Taller de Cuento del Museo de Chopo, coordinado por Andrés de Luna quien de inmediato nos puso en acción no sólo de lectores sino de escritores y, lo más importante, poner en marcha la imaginación.

Andrés, acompañado siempre de su entonces infaltable Norma Patiño, fotógrafa y profesora, viendo que yo era el más lejano asistente al territorio de la imaginación, me trató de manera condescendiente y me animaba todo el tiempo para sentir y darle forma a mi dura creación. Andrés intuía que yo quería escribir aunque tuviera más ímpetu que asalto. Si no fui el alumno que mejor imaginaba en la sesiones, si fui el que cumplió todas las tareas encomendadas, el lector más atento y el buscador de bibliografía más dedicado por sus sugerencias. Oscar aún recuerda los cuentos de Lispector y de Carver, autores que nos descubrió y sugirió Andrés.

Viendo esa atención y cierta disciplina y mi disposición a las tareas y obediente en los ejercicios, Andrés me animó a participar en el Premio Punto de Partida de la UNAM en el género de cuento. A punto de terminar la carreara de sociología, recién casado y trabajando en una tienda de ropa, sólo me animaba imaginar que escribía que escribía. Le hice caso y participé. Y para satisfacción –espero— de mi maestro De Luna, gané. Y sí, fue mi punto de partida.

El gozo no podía detenerse en contemplaciones o quietismo. “Ahora llévaselo a Batis”, me alentó Andrés.

Sabiendo de oídas del carácter agrio y severo del gran Huberto Batis, le pedí a Andrés que él me llevara. Quedamos en vernos en la esquina de Rodin y Corregio para ir a la oficina de Batis del periódico unomásunoque con esas letras monumentales se anunciaba en el callejón o cerrada. Como Andrés se tardó mucho y al final no llegó, me animé a ir yo solo y mi alma a los terrenos de Huberto. Después de evadir los barreras e invitado a pasar por su secretaria Aída, severa y gentil, me planté ante él y vi que el laberinto de papel no era sólo una sección de “Sábado” sino que literalmente se recorría un embrollo de papeles y libros apilados en columnas que llegaban hasta el plafón y ensombrecían las lámparas de neón. Ahí estaba, de cerrada barba, pelo encrespado y voz tonante el minotauro Batis, bien pertrechado en su escritorio repleto de hojas, plumas y lápices.

Sin medir protocolos y viendo aparecer mi entonces desgarbada figura y un folder arrugado en mi pecho como endeble escudo, me espetó, “¿Qué quieres, qué traes ahí?”. Con voz casi apagada le dije que acababa de ganar un concurso y… que le llevaba mi cuento y… que iba de parte de Andrés de Luna y… “¿Qué premio ganaste? Contesté que el Punto de Partida de la UNAM. Él me dijo que eso no era un premio verdadero e importante como para publicarme pero que le dejara el texto. “Aparecerá en diciembre o enero del próximo año”. Está bien, le contesté. Era agosto.

Salí como entré, a tintas y si no es por la voz de Aída guiándome a la salida seguro que me el minotauro Batis me hubiera encontrado meses después y me hubiera preguntado qué hacía en su territorio sin ningún texto en ristre.

No me importaba esperar. Batis tenía mi texto. Esa fue la tarea encomendada. Me había advertido que no me emocionara tanto, que esperara mi turno pues había muchos buenos textos esperando ser publicado en las planas de “Sábado”. Eso lo recordé como un eco después de salir del laberinto de Huberto y pude salir feliz de encontrar la salida y feliz de estar en la antesala de la publicación. Me sentí graduado de escritor con permiso para escribir.

Regresé a mi casa y comencé a pasar en limpio toda mi obra completa de narraciones que me dieron un total de dieciocho cuartillas de cuentos cortos, mismos que comenzaban a angustiar a mi profesor Andrés pues no encontraba cómo hacerme escribir algo serio más allá de al menos las diez cuartillas, “Te acabarán saliendo chistes” me dijo, después de disculparse por no haber llegado a la cita convenida. Le dije que ya había entregado mis textos a Batis “¿Y no te regaño?”. Para nada, fue muy atento y me dijo que me publicaría a final del año. Suspiró como diciendo “de la que te salvaste y eso es buena señal”. Había que esperar.

Siendo yo un puntual lector de Sábado desde su primera época, seguí la ruta natural de mi lectura semanal. Dos semanas después de visitar a Batis y camino al trabajo en la tienda de ropa donde era cajero, compré mi ejemplar y ahí estaba, inserto en la parte baja de la pagina tres mi cuento “Todas las noche son pardas”, con una bella ilustración del rostro de una mujer gato. Emocionado y desde las oficinas de la vieja sucursal de Levi-Mundo en Vallejo llamé a Andrés y le platiqué emocionado la publicación de mi cuento; Andrés, somnoliento y desde luego hasta la madre de que le llamara una y otra vez, me dijo que estaba bien, que ahora fura a cobrar. ”Pero ¿me van a pagar?”. Claro que sí, me dijo, y me aconsejó “Llévale a Batis más textos”.

Ese día creo que vendí varios pantalones a mitad de precio sin el consentimiento del encargado, un chaparro vestido de mezclilla marca Lee que ponía a todo volumen canciones norteñas, ese chaparro émulo de Sam Bigotes lampiño no entendía más felicidad que la que no se reflejara en las ventas de la tienda.

Sabiéndome la ruta a la entonces cerrada de Holbein y Corregio me planté atrevido en la oficina laberinto del minotauro Batis. Esta vez Aída, su secretaria, me hizo esperar; por precaución porque llegué en momentos cuando Batis tonante precedía la tormenta editorial, rara en martes –siempre fui a entregar mi nota los martes—y en ese momento regañaba a colaboradores y trabajadores. Ahí, frente al pelotón de fusilamiento de los correctivos de Batis distinguí a Sandro Cohen, Federico Patán y varios más. Encaramado con silla, escritorio y máquina de escribir en una nube de periódicos, estaba un flaco lentudo de melena leonada tecleando a mil por hora, como tomando dictado del regaño.

Aída me cedió el paso y yo me negaba a entrar, hasta retrocedí un poco pero Batis me cazó con su mirada detrás de una columna de revistas y suplementos y me gritó que pasará. Temeroso de que yo fuera el siguiente fusilado avancé y le dije que iba de parte de Andrés y… “¡Tú no vienes de parte de nadie! ¿Qué quieres?”. Le conteste que And… que venía a agradecerle la publicación de mi cuento ganador y que… “¡Ah sí, ese pinche cuento! Te lo publicamos porque estaba más o menos interesante, tampoco es una maravilla”. Y señalando un locker me dijo “Busca en ese cajón, hay un sobre”. Fui al armatoste y esculqué en sus cajones. Miré adentro y archivado en orden alfabético encontré en la “O” un sobre… vacío. Tenía mi nombre y el título de cuento escrito a lápiz. Se lo di mientras el flaco melenudo me auscultaba en su cerro de revistas quien no dejaba de teclear sin mirar más que su pensamiento. Pensé que era el alma escritural de Batis que no dejaba de trabajar. Batis, el otro, vio el sobre, me lo devolvió y de su bolsa me extendió el pago en efectivo que anunciaba el sobre. Yo feliz casi olvido que le llevaba mis obras completas de cuentos cortos, si no es porque Batis me dijo “¿Qué traes ahí?”. Son unos cuentos y quería ver si usted… “¡Noooo, más cuentos no. Este es un suplemento literario, aquí publicamos reseñas entrevistas, críticas, ensayos. Más cuentos o poemas no. Te publicaré otro en dos años ¿traes alguna reseña? ¿No? Cuando me traigas una hablamos y ya vete que estoy muy ocupado”.

Salí emocionado pagado y dado.

Desde la esquina de Corregio y Rodin llamé a Andrés (ah como molesta este cuate, pensaría) convertido en mi consejero editorial. Le platiqué de las peripecias y del rechazo y la sugerencia velada. ¿Qué debo hacer? “Llévale una reseña” ¿Y cómo la hago? “Ve al mesa de novedades de la Gandhi, compra un libro, lo lees, haces la reseña y se la llevas”. ¿Eso es todo? “Sí, aprovecha que le caíste bien a Batis, porque cuando te toque con su genio verás lo que es bueno”.

Cumplí con el encargo. Fui a la Gandhi y compré el libro La señora Rodríguez y otros mundos de Marha Cerda, y comencé mi labor de reseñista con una ligera tunda al libro de su amiga y paisana. Labor que duraría diez años, misma que me daría amigos, lecturas, enemigos, lectores, ramificándose a otras áreas de la literatura. Pero en “Sábado” mis reseñas se complementarían con entrevistas a poetas (que sería mi proyecto de ensayo para la beca del FONCA), dos que tres flacos ensayos (“Les falta carne a estos textos”) y el recuento anual de poesía.

¿Yo hacer el recuento anual? Pero Sandro Cohen ya hace el recuento de poesía, le dije al maestro Batis. “Ah chingá ¿y que yo no puedo tener dos recuentos?”. Con perdón del gran crítico Sandro, fui incluido en el Olimpo de los críticos literarios anuales como Ignacio Trejo Fuentes, Federico Patán, Andrés de Luna, Gustavo García, entre otros.

Dice Ricardo Sevilla que él no conoció a Batis ni padeció su tutela crítica o gozó de su amistad como muchos otros porque no estuvo en esa línea de golpeo. Yo, aunque estuve presente en algunos míticos pleitos del minotauro, siempre fue en su laberinto de papel, nunca fuera de su hábitat natural. Tampoco fui su amigo ni su alumno más destacado. Fui una especie de colaborador fantasma que, como cuando estuve en el Taller de Cuento de Andrés de Luna, cumplía con la tarea y los ejercicios de manera limpia y sin tanto protagonismo. Fui como el medio de contención del equipo de futbol que nadie recuerda por jugadas espectaculares pero sí por su resistencia, su rudeza y sus robos de balones. Batis no me retrató con ninguna de las bellezas que lo visitaban ni me capturó con su cámara en el famoso diván, salvo una foto tamaño infantil donde me veo idem y flaco y con el peinado de raya en medio de copete lacio a lo Trejo Fuentes.

La reseña puntual e infaltable durante diez años fue mi hilo de Ariadna (y la ayuda de Aída) que me hizo entrar y salir del Laberinto de papel del minotauro Batis. Durante diez años llevé mis reseñas a las 6 de la tarde. Si llegaba a la puerta y el minotauro tenía cerrado su laberinto, yo deslizaba las hojas escritas a máquina, con ligeras tachaduras o enmendaduras, (los primeros tres meses “sin balazo” hasta que Sandro Cohen me dijo qué era y con qué ingenio colocarlo), bajo su puerta. Nunca dejó de publicarme. Al principio le entregaba nota si publicaba la anterior, hasta que me dijo “No seas huevón, trae una cada semana”.

Siendo ya director del nuevo Sábado Mauricio Montiel, yo seguía llevándole las reseñas al minotauro maestro Batis, ya no instalado en su laberinto sino en una cueva o bodega cerca del estacionamiento de las oficinas generales. Nos mirábamos en silencio, no platicábamos más de lo necesario. Muchos ex colaboradores de Sábado se habían convertido en estrellas literarias y gozaban de jugosas becas y buenos empleos. El suplemento se transformaba con un concepto más visual, las reseñas de libro iban despareciendo, la crítica se volvía política más que estética, desaparecían suplementos y revistas. Yo deambulaba por oficinas de la burocracia intentando reivindicar el poder del laberinto de papel pero los minotaruros comenzaban a extinguirse.

El último minotauro estaba en una cabina de cristal en una bodega frente a un escritorio despoblado y a punto de jubilarse del trabajo periodístico, pronto se enclaustraría en la universidad. Ahí estaba Huberto Batis, en su descubierto laberinto de papel recibiendo como hacía diez años mi mecanografiada nota (escrita en la máquina de escribir que me regaló el poeta asesinado Guillermo Fernández, y que Ernesto Lumbreras me llevó a Saltillo). “Vaya, ya tienes menos tachaduras y borrones”. Seco y sencillo como fue el trato de un maestro que vio a un colaborador fantasma que supo encontrar el hilo de Ariadna en ese laberinto de papel y llegar hasta el Minotauro que otros alabaron y temieron. Entregué mi última reseña, el maestro Batis la revisó y le anotó leves señales con lápiz como siempre. Mis reseñas casi ya no se publicaban aunque me habían aumentado el pago por colaboración con la llegada del nuevo director. Fue mi última colaboración en máquina de escribir. Faltaban unos meses para que iniciara el año 2000. Yo sigo aprendiendo de laberintos y señales.

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