Nueva Orleáns, por qué nos atrapa la ciudad del jazz

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En la esquina de Royal Street con Saint Peter, en pleno Barrio Francés, una banda toca When the Saints Go Marchin’ In y la audiencia congregada enloquece. Al son del último acorde la ciudad parece detenerse y una multitud rompe en exclamaciones y aplausos brazos en alto. La voz solista es Doreen J. Ketchens, una virtuosa del clarinete (una de las pocas mujeres a la cabeza de una banda de jazz) entre cuyo currículum se cuenta haber tocado para cuatro presidentes de Estados Unidos. «Cuando no estoy de gira me gusta volver a estas calles y tocar para la gente que pasa».

Doreen forma parte de la esencia de esa Nueva Orleáns que se mueve al son de una música que nació de la improvisación en plazas y esquinas. A finales del siglo XIX los esclavos solían reunirse los domingos en un parque de la ciudad y allí se daba rienda suelta a todo tipo de ritmos que recordaban a las danzas tribales africanas. Algunos intérpretes empezaron a unirse en bandas y a aquella fusión de sonidos se la empezó a conocer como «estilo Nueva Orleáns». Era el jazz más primigenio.

Con los años, las bandas proliferaron, la música evolucionó con la inclusión de nuevos instrumentos y tocar se convirtió en una salida para muchas personas sin recursos. El mismísimo Louis Armstrong -que en 1913 aprendería a tocar la trompeta en un reformatorio para niños abandonados- fue una de esas almas salvadas por el jazz. Hoy, la música sigue siendo uno de los motores de Nueva Orleáns y son muchos los artistas que llegan a la ciudad del Misisipi para interpretar a pie de asfalto. Y también en cientos de clubs que todas las noches compiten entre sí por dar el mejor espectáculo de trombón, corneta, piano o voz. Hay decenas de ellos en el Barrio Francés y en la emblemática Frenchmen Street, una de las mecas internacionales de la música en directo.

Paralela a esa Royal Street se abre la mítica Bourbon Street, cuyo nombre se refiere a la Casa de Borbón que gobernó en Francia entre los siglos XVI y XVIII. Fue precisamente un ciudadano francés, Jean Baptiste Le Moyne de Bienvielle, quien fundó la ciudad en 1718. Lo que hoy se conoce como Vieux Carré o French Quarter es el núcleo original de aquella Nueva Orleáns colonial que primero fue francesa, después española y de nuevo gala hasta que Napoleón vendió Luisiana a Estados Unidos por 11 millones de dólares. Toda una ganga.

A pesar de gobernar solo durante 40 años, los españoles levantarían el Barrio Francés como hoy lo conocemos tras una serie de incendios devastadores que acabaron con la mayor parte de los inmuebles de la época anterior. «Algunos de los edificios más importantes del casco antiguo fueron construidos por los castellanos, entre ellos el cabildo (sede del gobernador español de la provincia de Luisiana) y también la catedral de Saint Louis y el presbiterio».

Lo cuenta Robert Freeland, miembro del Friends of the Cabildo, una organización sin ánimo de lucro encargada de financiar y dar a conocer el patrimonio del Louisiana State Museum. «Pero los españoles no solo trajeron la arquitectura y las luces de gas que todavía iluminan algunas calles. De ellos heredamos también el buen gusto por el arroz, que hoy es una de las bases de la típica cocina cajún, y también el roscón de Reyes, que aquí se come desde el 6 de enero hasta el Mardi Gras (Martes de Carnaval).

La comida atrae hasta esta ciudad que tiene a mano los ingredientes que producen los fértiles campos de Luisiana, el delta del Misisipi y el Golfo de México. En el Barrio Francés, restaurantes como Bourbon House y Acme llenan sus oyster bars los fines de semana. La pasión por los bivalvos ha arraigado y los comensales han aprendido a pedir ostras por su calibre y procedencia. «Nos gustan las crudas, pero también las ahumadas, las cocinadas con fuego de leña o las gratinadas con queso», explica Mark Becker, director de marketing de la cadena hotelera The New Orleans Hotel Collection y conocedor del panorama culinario de la ciudad. «Hay que probar tres cosas más: la cocina criolla, la cajún (que fue traída por los franco-canadienses acadianos instalados en Luisiana) y los sobredimensionados bocadillos locales, el po’boy y la muffaletta».

Junto con el jazz, la gastronomía típica y la arquitectura colonial, el Mardi Gras es otro de los pilares identitarios de la urbe. No hay que tomar a la ligera esta fiesta carnavalesca que es todo un fenómeno artístico y cultural, pero sobre todo un elemento de integración social y un verdadero motor económico. Miles de ciudadanos (organizados en krewes o peñas) se involucran activamente en la fiesta, sufragan de su bolsillo la mayor parte de los gastos y trabajan de manera altruista durante todo el año.

El impacto económico del Mardi Gras en la ciudad supera el billón de dólares. Y la implicación emocional de los participantes es muy elevada. El propio Louis Armstrong, cuando ya era una celebridad, confesó que uno de los mejores momentos de su vida fue desfilar como rey de uno de los krewes. De hecho, solo hay que dar un paseo por los cementerios históricos de Lafayette o Saint Louis para comprobar que las máscaras y los collares de cuentas decoran muchos de los sepulcros y panteones.

Con información de El Mundo

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