Administrar el éxito

    Por Gerardo Hernández González

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    El voto se revaloró el 1 de julio y los mexicanos comprobaron —y se demostraron a sí mismos— que no existe dinero suficiente para comprar conciencias y sufragios, campañas negras o temores —reales o infundados— capaces de alterar su voluntad de cambio a través de las urnas. El triunfo de Andrés Manuel López Obrador lo decidieron legiones de hombres y mujeres de todas las edades y estratos sociales que depositaron su confianza en él. Al mismo tiempo, le ahorraron presiones y conflictos al Instituto Nacional Electoral y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, pues si la diferencia entre el candidato de Morena y los del PRI y el PAN hubiera sido estrecha, hoy la historia sería otra.

    Si “la tierra es de quien la trabaja con sus manos”, según la proclama zapatista del Plan de Ayala, el voto, para ser efectivo, dar sentido al sistema democrático y legitimar uno de los principales derechos ciudadanos, debe ejercerse libremente. Así lo entendió la mayoría de los más de 56.6 millones de mexicanos en la intimidad de las casillas. El voto masivo por AMLO (superior a los 30 millones) lo explica no solo el fracaso del gobierno de Peña Nieto, sino también el repudio ciudadano al bipartidismo PRI-PAN. Fuerzas antagónicas hasta los años 80 del siglo pasado, sus cúpulas se fundieron en los mismos intereses a partir del salinato. El PRD también se envileció y juntos franquearon el paso para la primera alternancia hacia la izquierda.

    El voto en cascada por Morena solo puede explicarlo un profundo resentimiento contra el régimen y unas élites políticas y económicas predadoras e insensibles, así como una fe ciega, y potencialmente riesgosa, en un líder iluminado. AMLO, como el hijo pródigo, recibió todo de los electores. Además de la presidencia, el Congreso general, cinco gobiernos locales (Ciudad de México, Tabasco y Morelos, en manos del PRD; Veracruz y Chiapas, donde sus huestes derrotaron al PAN y al Verde; Puebla se decidirá en los tribunales), mayoría en 19 legislaturas estatales y triunfos en todas las entidades, excepto en Guanajuato.

    ¿Qué hará AMLO con todo ese poder? Si administra el éxito y domina el síndrome de hibris, enfermedad de los poderosos y germen de dictaduras, puede ser un buen presidente —México lo necesita después de una sucesión de malos gobernantes— e iniciar la cuarta transformación nacional. Mas si cae en desmesuras y se siente imprescindible, como en su tiempo pasó con Benito Juárez, uno de sus ídolos, dilapidará su enorme capital político, tirará por la borda la oportunidad de hacer historia, dañará al país y no solo desilusionará a millones de mexicanos fieles a él, sino que los arrojará de nuevo en manos de quienes pretende rescatarlos, o en intereses aun peores.

    Si en México las elecciones se consideran democráticas a partir de 2000, con la alternancia, AMLO será el presidente más legitimado. Obtuvo el 53.1% de la votación válida emitida contra el 42.5 de Fox, el 35.9 Calderón y el 38.2 de Peña. En proporción aún mayor deberá ser exigido, pues no solo gobernará para quienes lo apoyaron en las urnas (un tercio de la lista nominal), sino para casi 130 millones de mexicanos. El reto, como el riesgo, es monumental, pero igual lo son las oportunidades. Nuestro país merece un mejor destino. Lograrlo no puede depender de un solo hombre, sino de la participación y esfuerzo colectivos.

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