Despertar sin dinosaurio

    Por Gerardo Hernández González

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    El “México bronco” de Reyes Heroles, el “México profundo” de Guillermo Bonfil y el “tigre suelto” de Porfirio Díaz despertó en las urnas el 1 de julio, no para mostrar sus garras afiladas, sino para dar ejemplo al mundo de civilidad y echar al PRI de Los Pinos, esta vez definitivamente. Fox y Calderón lo cebaron doce años para regresarlo al poder más soberbio, corrupto y arrogante. En medio de la mayor oleada de violencia y en el ocaso del sexenio más sangriento, los mexicanos acudieron masivamente a las urnas y luego volvieron al ocio dominical sin hacer caso a las campañas sobre supuestas amenazas y disturbios. El mensaje es claro e irrefutable: paz y democracia, sí; guerra y autoritarismo, no.

    El mérito del triunfo de Andrés Manuel López Obrador corresponde, primero, a millones de mexicanos de todos los estratos —no solo de la “prole”, como Paulina Peña se refirió en un retuit a quienes criticaban a su padre antes de ocupar la presidencia— que vencieron inercias, prejuicios, temores y dieron un paso trascendental por un cambio real en la conducción política e institucional del país. También para regresarle al Estado los espacios de decisión cedidos a los poderes fácticos, particularmente a los barones del dinero, vencidos también en las urnas.

    AMLO fue cobijado por legiones que vieron en él a un líder austero, creíble y digno de representarlas después de tres presidentes infames —la terna la completa Peña Nieto—. El castigo al PRI, al PAN, al PRD y a sus respectivos gobiernos es proporcional al encono social, al deseo de cambio y al clamor nacional para combatir la corrupción y encarcelar a los funcionarios y políticos venales. La misma energía y determinación usadas para elegir a AMLO deberán aplicarse para respaldar su administración o apretarle las clavijas cuando intente apartarse del sistema republicano y el canto de las sirenas lo seduzca. Más aún si empieza a darles la razón a quienes ven todavía en él a un potencial dictador, o si se conforma con que de él se diga “no es corrupto”, pero sí sus colaboradores.

    El régimen propuesto por AMLO es uno en el que a los millones de compatriotas a quienes históricamente les ha ido mal, por los abusos del poder, las distorsiones de la democracia y las complicidades de políticos, empresarios y banqueros, les empiece a ir bien; y en el que los pocos beneficiarios por las primeras alternancias (gobernantes, partidos y poderes fácticos) pierdan los privilegios y compitan con sus pares en igualdad de circunstancias.

    El mejor José Antonio Meade fue el de la comparecencia para anunciar su derrota, gesto digno de un profano en política cuya candidatura, envenenada, nació muerta. No haberse deslindado del gobierno de Peña Nieto, en el cual desempeñó cargos relevantes, jamás se reconoció como un acto de gratitud y lealtad, sino de disimulo. El PRI entró el 1 de julio en franca agonía, y el PAN —derrotado e igualmente repudiado en las urnas— en una lucha crucial por la supervivencia. La llamada de Ricardo Anaya a AMLO insinúa una alianza en el Congreso para terminar de sepultar al partido fundado en 1929 por Plutarco Elías Calles y sepultado 89 años después por Peña Nieto y sus adláteres; señaladamente Luis Videgaray, Enrique Ochoa y Aurelio Nuño.

    La rotundidad de la victoria de AMLO hubiera hecho innecesaria la segunda vuelta, en caso de existir. Vistas las experiencias con Fox, Calderón y Peña, quienes encabezaron gobiernos divididos, los electores le entregaron al candidato electo la mayoría en el Congreso general. El mensaje es inequívoco: castigo al “PRIAN” y premio a Morena, convertido ya en la primera fuerza política nacional. Por primera vez, nuestro país despertó y el dinosaurio ya no estaba allí. Y en una de esas, AMLO resulta ser un buen presidente. México lo necesita.

     

     

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