Atole con el dedo

    Por Gerardo Hernández González

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    En el segundo debate presidencial hubo más ruido que nueces, como en el primero. José Antonio Meade (PRI, Verde, Panal) parece más preocupado en impedir el triunfo de Andrés Manuel López Obrador (Morena, PT, Encuentro Social) que en ganar su propia batalla. Empeño inútil, primero porque delata el interés de Los Pinos, y segundo porque está sobradamente probado que mientras más se ataca a AMLO, más crece la intención de voto a su favor. Ricardo Anaya (PAN, PRD, Movimiento Ciudadano), por su parte, está ocupado en atraer el sufragio de los priistas, los zavalistas y los indecisos. El desempeño del exsecretario de Hacienda resultó mejor, mas no pudo cambiar la idea, casi general, de que la competencia será entre dos, y él no es uno de ellos.

    El careo lo ganó de nuevo el candidato de Por México al Frente, pero es insuficiente. Hillary Clinton venció a Donald Trump en tres confrontaciones y sin embargo perdió, a pesar de haber obtenido tres millones de votos más. Si el 1 de julio el panista rebasa a AMLO en papeletas, la presidencia será suya, pues la elección en México es directa (en Estados Unidos se decide en el Colegio Electoral) y no existe la segunda vuelta —Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, Perú, República Dominicana, Uruguay e incluso en Cuba sí la tienen— que obligue a captar el 50% de los votos más uno para declarar a un vencedor.

    AMLO salió indemne del auditorio de la Universidad Autónoma de Baja California, en Tijuana. No acudió para ganar —lo suyo no es la oratoria, la discusión de ideas ni la exposición estructurada—, sino para cumplir una obligación (Legipe, artículo 128), vista por él como un trámite engorroso. Máxime cuando, en su caso, tiene una ventaja del 25% con respecto al candidato del PRI. La caricatura de Paco Calderón (Reforma21-05-18) retrata fielmente su campaña: sentado en un tocadiscos sobre un vinilo titulado “Mafia del Poder”, con la mano izquierda sostiene un jarro y del índice derecho le escurre atole.

    Desde esa perspectiva, AMLO no engaña a nadie. Se presenta tal cual es: limitado y sin argumentos, pero persuasivo —el problema no es tu edad, sino lo anticuado de tus ideas le espetó Anaya—, desgarbado, natural, sin afectación. Empero, frente al academicismo y la falta de pasión de Meade, el culto a la imagen del presidente Peña Nieto y la pedantería de políticos como Emilio Gamboa Patrón y Manlio Fabio Beltrones, maestros del fingimiento y doctorados en el tráfico de influencias, la mayoría de los votantes prefiere a AMLO, según las encuestas.

    Meade dice no ser militante, pero representa al partido en el poder, y aun cuando sea químicamente puro, como presume, carga con los vicios del PRI y de un gobierno corrupto. Lo mismo le pasó a Hillary Clinton, primera secretaria de Estado de Barack Obama. Era la mejor calificada para ocupar el Despacho Oval, pero en la balanza pesaron más sus errores, los equívocos de su campaña y una lectura equivocada de la realidad —el rechazo a los políticos tradicionales— que su experiencia en la administración. Trump la llamó corrupta, como AMLO tilda a Anaya y a Meade. El candidato de Juntos Haremos Historia basa su estrategia en la simplificación y en la repetición. Frases cortas, pero letales, y promesas fáciles, en vez de razones magistrales. La misma fórmula utilizada por Trump para ganar. Ninguno se inventó a sí mismo, son consecuencia de los sistemas de gobierno a uno y otro lado de la frontera.

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