Lecturas para primavera: Erotismo… 1/2

    Jesús R. Cedillo

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    El día inició lento en Monterrey. Fui a junta de trabajo con una agencia de publicidad donde colaboro y no hubo peso, marmaja ni material pendiente a revisar. Fue cualquier día de la semana pasada o pudo ser de la semana antepasada. Da igual. El tiempo sólo interesa a los inversionistas, no a los escritores. Cercana a la oficina, enderecé mis pasos al Centro Comercial (“mall”, dicen los gringos) Plaza Fiesta San Agustín en la pujante zona de hoteles, torres de oficinas y restaurantes por la zona del municipio de San Pedro, Nuevo León.

    Fui a un café de moda a ver pasar gente. Lo reescribo: fui a un café a ver pasar oficinistas, compradoras, amas de casa engalanadas y señoritas de buen ver. Me entregué al descarado voyeurismo. Voyeur somos todos. La hora fue aquella donde todo mundo sale a disfrutar de una frugal comida (almuerzo, dicen en Argentina) mientras llega la hora de salida. El desfile fue bueno, pues ya aprieta la primavera y su lumbre cotidiana. Ejecutivas vestidas con traje sastre y alargadas por sus tacones. Blusas y playeras ombligueras de señoritas con apenas lo necesario de ropa y en ciertos sitios. Cuerpos rotundos en horas insanas de calor y tentáculos infernales.

    De vez en vez pasaba alguna buena y madura señora desafiando el infierno. Estas enseñaban sus piernas bien torneadas con tacones o botas altas, minifaldas de holanes y encaje y sí, blusas pegadas a su fértil pecho donde los pezones y sus aureolas oscuras y bellas –claves de un alfabeto primigenio– se mostraban erectos, dignos de alabanza y elogio. Soy franco. Seguí a una de ellas. Parafraseando al juglar de Jaén, Joaquín Sabina, me llevaban embebido sus caderas, no su corazón. La seguí y sólo la miraba. Sus redondas nalgas se movían acompasadamente y a mí se me paró la verga. Soy franco. Tal vez sintió mi mirada lasciva, volteó y me saludó. “Hola”, dijo como si nada. Yo le contesté con un “Buenas tardes señorita…” ella sonrió coqueta y me hizo la tarde.

    Justo a pasos, antes de que sus caderas redondas se perdieran en el tráfago del centro comercial, vi la entrada a la Librería Porrúa. Aunque no es de mis favoritas, entré para ver “que había.” Así, a ciegas. El destino me tenía deparado dos libros los cuales no sabía de su existencia y adquirí por su módico precio. Hoy los recomiendo ampliamente. Son, “Erotismo en Occidente. Sombras del deseo.” Y “Erotismo en Oriente. Sombras del placer”, sendas antologías anotadas y editadas por José Luis Trueba Lara. Valen mucho la pena. Insisto, zanjado el fuego fatuo de las incoloras e insípidas “Sombras de Grey”, estas antologías valen bien y son material en ebullición que sirven perfectamente para iniciarse en el arte de la verdadera y buena literatura erótica o de plano, pornográfica.

    En este par de apretados textos, voy a tratar de dar cuenta de ello. La antología de textos de “Erotismo en Occidente” goza de la siguiente nómina de primera fila: el insoslayable Donatien Alfohonse Françoise de Sade, Alfred de Musset, Théophile Gautier, Leold Von Sacher-Masoch, Pierre Louys, Guillaume Apollinaire, Roger Martin Du Gard, Pauline Régae. Caray, esto si es erotismo o de plano, pornografía, buena pornografía. No los alambicados textos para sirvientas o señoras de clase media, como las deslavadas sombras de Grey. Varios textos en su momento los había leído, pero es agradecible de nueva cuenta su inclusión (“El manual de civismo” de Pierre Louys), otros han sido un descubrimiento, como la “Confidencia africana” de Roger Martin Du Gard (1881-1958) texto que da cuenta de una manera harto literaria de un tema tabú: el incesto entre hermanos. Ah.

    Lo que empezó como un juego entre hermanos veinteañeros, terminó en una relación de sexo, puro placer del sexo, por cuatro años en este delicioso texto entre lo erótico y lo pornográfico. Se lee en un buen fragmento: “La tomé de atrás, la levanté sobre mi rodilla, y la llevé hasta su cama. Era pesada y pataleaba como una diablesa. Yo tenía las manos en su pecho, y contra mi cuerpo su grupa que se meneaba. Todo esto lo recuerdo muy claramente porque esa mañana y en ese momento durante el trayecto del lavabo a la cama, pensé, de golpe, que mi hermana era una mujer que estaba hecha como las otras y hasta infinitamente más apetecible que la flaca Ernestina…”

    La flaca Ernestina era la hija de una vecina la cual llegó de vacaciones a vivir en la ya de por sí apretada buhardilla de este par de hermanos los cuales vivían a la sombra de su padre, un vendedor de libros en cualquier ciudad de la costa africana y su tórrido clima el cual altera los sentidos. El desenlace (el siguiente día de esta reyerta familiar por ver primero quién se aseaba en el único aguamanil disponible) de este primer escarceo sexual entre los hermanos, termina así: “Estábamos en la oscuridad. Peleaba de lo lindo. Ella también. Era una moza robusta. Traté de dominarla, de echarla por tierra, con el deseo manifiesto de darle una paliza y quitarle las ganas de volver a empezar. Estábamos los dos en camisa, apretados el uno contra el otro, en la oscuridad, y luchábamos como locos. Terminé por levantarla. Me arañó la nuca. Yo aspiraba esa carne todavía caliente de la cama; ese olor que había respirado toda una noche en el cuerpo de Ernestina. Con un golpe improvisto le doble en dos y volteé sobre el colchón. En ese momento, me encontré aprisionado entre sus piernas, entre sus piernas desnudas que ella cerró detrás de mí. Perdí el equilibrio. Caí sobre ella. Mi cólera, se lo confieso, ya no era mucha… La necesaria como para exasperar mi deseo. Entonces, busqué sus labios, rabiosamente… Creo que ya ella me tendía torpemente los suyos… Y listo.”

    Continuará…

     

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