El poder no cambia a las personas.
Solo revela lo que verdaderamente son.
José “Pepe” Mujica, expresidente de Uruguay
“Nombrar a Rubén como líder del PRI equivaldría a darse un tiro en el pie”, me dijo hace unos días un militante de ese partido. “El disparo sería en la sien, los pies ya los tiene perforados de tantos disparos que Enrique Ochoa se ha pegado”, repliqué. Nombrar a otro Moreira en la jefatura del partido por el que jamás votaría el 47% de la población (Reforma, 15.02.18) sería suicida; como para el país resultaría que Andrés Manuel López Obrador ganara las elecciones del 1 de julio, según el Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, lo cual esta vez quizá suceda. Difícilmente puede haber un peor presidente que Peña Nieto, además de que México posee defensas para no convertirse en otro Venezuela; Estados Unidos es una de ellas.
Pues bien, ha sido Rubén Moreira, persona humilde, respetuosa y de modales finos, jefe incapaz de tratar con la punta del pie a sus colaboradores, ejemplo de probidad, adalid de los derechos humanos, hermano leal, modelo de templanza y ecuanimidad, segundo apóstol de la democracia después de Madero, garante de la libertad de expresión, antítesis del pandillero que mienta madres a diestro y siniestro, admirador y émulo de Ruiz Cortines —uno de los pocos presidentes honrados del país—, guardián celoso de la privacidad, quien, envuelto en su autoridad moral, ha puesto el grito en el cielo por los enjuagues de Ricardo Anaya, candidato presidencial de Por México al Frente, relacionados con el presunto lavado de 54 millones de pesos en operaciones inmobiliarias.
El corrupto es Anaya, no Moreira. Quienes critican su gobierno lo hacen por ingratitud o despecho. Acusarlo de desviar 410 millones de pesos a empresas fantasma, 64 millones de la Secretaría de Salud, 837 millones de recursos federales y otros abusos de poder, es una vileza. El hombre vive en la honrada medianía juarista; no tiene cola que le pisen ni más de lo que ya poseía antes de llegar al poder hace doce años de la mano de su hermano Humberto. Si en su gobierno no se investigó la deuda de 36 mil millones de pesos fue por culpa de los diputados cómplices, beneficiarios del latrocinio, y de los coahuilenses que todo perdonan.
Si Moreira I convirtió al estado en “Coahui-York”, Moreira II moralizó la política, protegió la vida desde el seno materno, amplió las libertades —sobre todo la de prensa—, combatió el nepotismo, predicó con el ejemplo y ató las manos a sus subalternos para no improvisar fortunas. Como exgobernador no busca reflectores ni tiene nostalgia de poder. Merece un monumento y que su nombre se inscriba en los muros de honor del Congreso, al que siempre respetó como demócrata.
Anaya, en cambio, merece ser condenado al fuego eterno por “agarrar dinero procedente de la ilegalidad, quién sabe si del narcotráfico, y bancarizarlo a través de supuestos exitosos negocios, comprándose y vendiéndose (a) él mismo” (Rubén Moreira dixit, “El Diario de Coahuila”, 01.03.18). Tiene razón el secretario de Organización del PRI: la sustitución de Ricardo Anaya “es inminente tras la serie de actos de corrupción que los medios de comunicación le han destapado en los últimos días”. Él tiene las manos limpias, la conciencia tranquila y el cariño de la gente. Sin él, Coahuila no sería lo que es: un estado en crisis financiera, humillado, castrado y referencia internacional de corrupción e impunidad. Moreira II sabe que el PRI perderá la presidencia y que su destino puede ser el mismo que los Duarte y su amigo Roberto Borge.