Presidente escapista

Por Gerardo Hernández González

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Ningún líder del planeta ha de levantarse de la cama con la idea de generarle
conflictos a su país o de causarle algún quebranto, a menos que le falte un
tornillo como a Donald Trump. Enrique Peña Nieto ha reconocido errores y
pedido perdón por algunos de ellos, en el ocaso de su gobierno. Sin embargo, las
afrentas acumuladas a lo largo del sexenio fueron tantas y tan recurrentes que los
mexicanos no parecen dispuestos a ser indulgentes con su presidente, como
hicieron con Miguel de la Madrid, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón,
de los cuales el único con estatura moral y talla de estadista es el segundo de
ellos.
A diferencia de Carlos Salinas de Gortari y de Peña Nieto, Zedillo provenía
también de la cultura del esfuerzo y no del privilegio, igual que Luis Donaldo
Colosio, de quien fue coordinador de campaña y sustituto después de su
asesinato en Lomas Taurinas. El expresidente no es de los nostálgicos del poder
como la mayoría de sus predecesores y de quienes le sucedieron en el cargo.
Reside en el extranjero y renunció a la pensión de 2.5 millones de pesos
mensuales mucho antes de que López Obrador propusiera suprimir tal beneficio.
Zedillo visitó México el 24 de septiembre para participar en la reunión de la
Comisión Global de Política de Drogas, en la cual admitió haber equivocado la
estrategia de combatir el narcotráfico con la fuerza. “La prohibición está mal, la
prohibición está causando mucho daño, la prohibición debe ser eliminada y en su
lugar debemos tener políticas basadas en la regulación”. El prestigio del exlíder
mexicano le permite presentarse en cualquier escenario, ser escuchado y tratado
con respeto.
Peña Nieto prefirió el escapismo. La silla del águila resultó demasiado grande
para un político sin experiencia en la arena nacional ni roce internacional.
Formado en la escuela de los millonarios de Atlacomulco —la del profesor
Carlos Hank González—, fue diputado local, secretario de Administración con su
tío Arturo Montiel —otro de “los 10 mexicanos más corruptos” de 2013, según
la revista Forbes — y gobernador de Estado de México. Tal vez en otro tiempo,
como en el de Miguel Alemán —con un perfil parecido al suyo y un gobierno
igualmente proclive a los negocios al amparo del poder—, podría haber tenido
un sexenio menos azaroso, aunque no exento de escándalos y de repudio social.
Tratar de revivir la presidencia imperial resultó suicida.
Cuando Peña se vio rebasado por la realidad, se evadió de ella. Encerrado en Los
Pinos a cal y canto —como en campaña lo hizo en los baños de la Universidad
Iberoamericana y lo volvió a hacer en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa
​desaparecidos, la Casa Blanca y la corrupción de los gobernadores (los Duarte, los
Moreira, los Herrera, los Alonso, los Borge, los Medina)— dejó de gobernar y
abandonó a México a su suerte. El país jamás se le había salido de las manos a
ningún presidente como a él —ni siquiera a Fox—. Nunca —ni con Calderón—
tanta barbarie. Ni en los peores momentos la delincuencia había sometido al
poder político. Y pocas veces el pueblo, indignado por la incuria de un gobierno
que convirtió la esperanza en horror y cerró los ojos frente a millares de
desaparecidos, de fosas clandestinas y de morgues rodantes, le había dado al
presidente y a su partido un puntapié en el trasero como ocurrió el 1 de julio.
¿Está AMLO a la altura de la circunstancia? Pronto lo sabremos.
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