Releer a Papá Hemingway en dos claves (2/3)

    Por Jesús R. Cedillo

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    Gracias por leerme. Gracias por atender estas letras cada lunes y viernes en este espacio de periodismo digital. Un atento lector me hace un buen comentario y me proporciona una ficha bibliográfica: hay un libro el cual recupera (documenta) con imágenes y buenos textos, una especie de ruta de vida gastronómica de Ernest Hemingway en España. El volumen se llama precisamente “Comer con Hemingway” de la autoría de Javier Muñoz y el volumen se detiene moroso en glosar a la vez, los textos del Nobel de Literatura donde éste habló de su nutrida y fiel relación de maridaje con la cocina de las regiones de Navarra, la región de La Rioja, Aragón y el País Vasco, en España. Agradezco la ficha y pues sí, ahora la cuestión es mandarlo traer a España. He preguntado con mis amigos libreros y escritores de Guadalajara y ciudad de México y no, no lo tienen, pero ya lo andan consiguiendo con anticuarios.

    Y la verdad, tres textos de esta mínima extensión son nimios, comparados con la prodigalidad de letras con las cuales Papá Ernesto Hemingway nos regaló en sus libros en letras fundamentales y aportes para la cocina y la bebida, es decir, la vida misma. Para la tercera entrega de esta saga, vamos a bordar su tragedia personal la cual es sombra en su familia: la feroz sombra del suicidio la cual los ha engullido y a siete miembros de su familia en cuatro generaciones.

    Continuamos hoy con la veta gastronómica. Vaya, Hemingway no sólo se detuvo en la cocina de España y sus fogones, lo mismo y usted lo sabe, edificó una catedral de cocteles en La Habana, Cuba y bebió sin prisa ni pausa en París, Francia. De hecho, este fue su exilio, su destino; su autoexilio, mejor escrito. Y fue en París, donde sucedió la siguiente estampa: la escritora Simone de Beauvoir cuenta en sus memorias de cuando ésta conoció al futuro Premio Nobel en el Hotel Ritz de París. En ese entonces bramaba ya la Segunda Guerra Mundial y la Beauvoir escribiría: “Esa noche Hemingway, que era corresponsal de guerra y que acababa de llegar a París, tenía una cita con su hermano en el Ritz, donde se alojaba; el hermano había sugerido a Lise que lo acompañara y que nos llevara a (Jean Paul) Sartre y a mí. El cuarto en el que entramos no se parecía en nada a la idea que yo me hacía del Ritz; era grande pero feo con sus dos camas de barrotes de cobre; en una de ellas Hemingway estaba acostado, en pijama, con los ojos protegidos por una visera verde; sobre una mesa, al alcance de la mano, había una respetable cantidad de botellas de whisky consumidas hasta la mitad o completamente vacías.”

    El final es digno de la vida azarosa, pasional e intensa del novelista y periodista norteamericano: Sartre se iría hacia las tres de la noche con una buena cantidad de whisky ingerido y en condiciones poco convenientes, Beauvoir se quedaría con el novelista… “hasta el alba.” No tenía el maestro Hemingway trago aborrecido. Pero no menos legendaria era su manera de comer. Hay un restaurante ibérico, “Botìn”, el cual el gringo dijo por escrito en su libro “Fiesta”, es “de los mejores del mundo.” En este texto, el personaje, Jake, lleva a comer (almorzar) a una dama (Brett) para impresionarla. Así lo dejó escrito textualmente: “Almorzamos en el piso de arriba de Botín. Es uno de los mejores restaurantes del mundo. Tomamos cochinillo y bebimos Rioja Alta. Brett casi no comió. Yo comí un almuerzo gigante y me bebí tres botellas de vino.”

    ¿Cuánto pesa un cerdo chico, ya asado a fuego lento y puesto sobre la mesa para disfrutarlo? ¿Cuatro-cinco kilos? Pues eso se zampaba el maestro Hemingway mientras daba cuenta de un gran vino, el de La Rioja, tres botellas para ser exactos. ¿Triglicéridos, colesterol, alta presión, grasa buena o grasa mala? Al diablo con esos inventos de los doctores convertidos en aguafiestas y amargados. ¡Hemingway sí sabía vivir!

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