¿Nuevo apocalipsis?

    Por Gerardo Hernández González

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    Es muy temprano para juzgar al gobierno de López Obrador y prematuro anticipar la ruina del país o su “venezolización”. Igualmente resulta inútil lamentar su victoria. Nadie la pudo pudo evitar, pues desactivó los mecanismos que en los procesos previos permitieron imponer a Felipe Calderón y a Peña Nieto. A estas alturas es imposible cambiar el curso de la historia: guste o no, AMLO asumirá el poder el sábado próximo. El éxito de Morena consistió en ser una oposición activa, incómoda, punzante. El PAN no lo fue; y el PRI, nacido del poder para ejercerlo a perpetuidad, jamás lo será.

    AMLO anticipó que, de entrada, no encarcelará a ningún pez gordo de la corrupción —Salinas de Gortari puso entre rejas al líder petrolero Joaquín Hernández Galicia, la Quina; y Peña Nieto a la presidenta del SNTE, Elba Esther Gordillo, no para depurar el sistema, sino por venganza política—. Pero tarde o temprano deberá hacerlo, pues de lo contrario faltará a su promesa de castigar a los gobernadores, funcionarios y políticos responsables de la ruina de sus estados —Coahuila entre ellos, por la deuda y los desmanes de Humberto y Rubén Moreira—, el saqueo al erario (la Estafa Maestra) y el tráfico de influencias (caso Odebrecht).

    López Obrador prefirió empezar con otro tipo de intocables: los barones del dinero, a quienes el neoliberalismo les otorgó poder para imponerle condiciones al Estado. La cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad de México fue su primera decisión —polémica y efectista— para acotar a una oligarquía que sometió a los últimos gobiernos e incluso los suplantó. AMLO ha calificado a ese grupo y a sus socios políticos como “la mafia del poder” y hacia ellos ha dirigido sus baterías ante un Peña Nieto ausente y sin autoridad moral.

    Mientras el PRI, el PAN y los poderes fácticos apostaban al desgaste del líder de izquierda, AMLO ganaba votos y avanzaba hacia la presidencia. Mientras los candidatos del continuismo, Ricardo Anaya y José Antonio Meade, se devanaban los sesos para los debates presidenciales, López Obrador, en camiseta, pegaba estampas en un álbum con su hijo Jesús Ernesto. ¿Atenido a qué? Al trabajo que ninguno de sus rivales de ayer y hoy jamás pudo acumular: centenares de miles de kilómetros recorridos y millones de manos estrechadas. El único en hablar el idioma de los de a pie y de transmitir seguridad era él.

    Después de tres campañas y de guerras sucias, AMLO llegó blindado a la elección de julio. Aprovechó todos los resquicios e hizo alianzas impensables con el Partido Encuentro Social y con exlíderes sindicales inescrupulosos (Napoleón Gómez Urrutia y Elba Esther Gordillo). La inquina social contra el gobierno de Peña Nieto, el prianatoy la prensa aliada del gobierno, que al mismo tiempo actuaba como contratista, le permitieron ganar la presidencia, con el 53% de los votos, y la mayoría en el Congreso.

    Tanto poder —como ninguno de sus predecesores ha tenido— genera pánico, no solo en los sectores financiero y económico, también en la clase media. El miedo es fundado por el talante autocrático del presidente electo. Sin embargo, su base electoral es amplia. En seis años puede demostrar la viabilidad de su proyecto o darle la razón a quienes desde hoy anticipan un nuevo apocalipsis, pero que en su oportunidad nada dijeron de Peña Nieto, pues fueron sus titiriteros. A López Obrador no se le perdona haber ganado la elección, pero así lo decidió una aplastante mayoría. El sociólogo francés Gustave Le Bon, estudioso del comportamiento de las masas, recuerda: «El verdadero progreso democrático no consiste en rebajar la elite a la plebe, sino en elevar la plebe a la elite».

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