AMLO: reconciliación, espectacularidad y alarma

    Por Arturo Rodríguez García

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    Esperó ganar la Presidencia durante 15 años y, quizás por ello, apenas lo consiguió, Andrés Manuel López Obrador no quiso esperar más para echar a andar una agenda frenética de actos de aterciopelamiento con el presidente en funciones, reconciliación con los capitalistas mexicanos, anuncios espectaculares y otros que deben encender alarmas.

    Encontrarse con las cúpulas empresariales, el sector que más lo cuestionó, saboteó y hasta el último momento se le opuso, era tan indispensable para dar señales de estabilidad económica, como también lo es construir una transición tranquila, para la necesaria firmeza institucional.

    Claro y repetido hasta el cansancio, López Obrador ganó con un récord histórico, tiene fuerza y legitimidad. Aceptar, o promover personalmente y desde el primer momento posterior a la elección los encuentros con el empresariado y aun con el presidente Enrique Peña Nieto, pese a lo inusual y atropellado que pueda parecer, contribuye a la fortaleza institucional, dado que no puede presentarse un presidente fuerte con gobierno débil.

    En los encuentros y en sus frecuentes declaraciones, hay anuncios que, sin embargo, no se relacionan con eso, sino con ofertas de campaña espectaculares y, tal vez, con mensajes específicos a grupos de poder, como es el caso de prescindir del Estado Mayor Presidencial o de eliminar el Centro de Investigación y Seguridad Nacional.

    Esos dos últimos, nada nuevo pues lo prometía casi a diario, plantean algunas complejidades, dado que la seguridad presidencial y de su familia constituye un asunto de Estado.

    Imaginemos, por ejemplo, que sin órgano de custodia presidencial, ocurra el –naturalmente, indeseable– secuestro de un hijo del Presidente cuya libertad se condiciona a una acción u omisión, colocando al jefe del Ejecutivo, frente a una negociación con los captores, de los cuales se tendría nula información por carecer de cuerpo de inteligencia.

    Puede ser que la espectacularidad de esos anuncios, se relacione con la idea del abominable privilegio que el Estado Mayor representa, así como a los cuerpos de inteligencia para seguimiento de legítimos opositores internos. Siendo así, tendría que construir dependencias sustitutas, en especial, tratándose de un político que declaradamente se plantea ejercer un presidencialismo fuerte.

    Es en esto último en lo que la crítica está ausente. En una semana, sin ser declarado aun presidente electo, López Obrador anunció ya su orientación presidencialista, unipersonal, y poco consecuente con principios republicanos que, el día de la victoria, prometió respetar.

    Aunque podemos considerar que son más, tres permiten observarlo de manera clara: primero, la forma poco sutil –“lo veríamos con buenos ojos”, dijo– de marcar la línea al Senado (que aun no entra en funciones), para que designe a su “amigo”, Héctor Vasconcelos como presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores.

    Luego, la invitación al sacerdote Alejandro Solalinde, como presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que además de no estar en renovación hasta 2019, es un organismo autónomo cuya integración compete al Senado.

    Y, finalmente, la aspiración, propuesta desde el llamado Proyecto 18, de mantener bajo su control fiscalías como la electoral, e inclusive, la posibilidad de que lo haga con la fiscalía general, reclamada ya por organizaciones de la sociedad civil como algo que debe evitarse.

    Naturalmente, el respaldo popular obtenido en las elecciones, le permiten permanecer más o menos ajeno a las críticas que sí tendrían otros políticos en su posición. Y eso es lo preocupante, pues el apoyo incondicional de amplios sectores, está perdiendo a vista que la instituciones del Estado son superiores al hombre.

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